Hemos comenzado en nuestro calendario litúrgico el tiempo ordinario, ahora celebramos el segundo domingo. La fiesta del bautismo del Señor da paso a uno de los primeros milagros que Jesús realizó durante su actividad pública; su manifestación a todo Israel irá acompañada por signos y milagros que mostrarán la acción de Dios en medio del pueblo. El signo de la unión manifestado en el matrimonio iluminará este día nuestra meditación para recordarnos que la unión de Dios con el hombre en Cristo es verdadera y será eterna.
El Evangelio de este domingo nos presenta el pasaje de las bodas de Caná. Jesús realiza el primer milagro en un contexto particular, una boda, para manifestar que la acción de Dios comenzará en el corazón de la sociedad que es el matrimonio y la familia. El matrimonio se fundamenta en el amor y es en la manifestación externa de la voluntad de los conyugues, donde se promete fidelidad, amor, respeto y cuidado, etc. Esta expresión de los más nobles sentimientos del corazón se hace frente a un testigo y frente a una comunidad que participa de su alegría. Sabemos que este acto solemne se hace frente a una autoridad competente, sea civil, sea religiosa. El signo de amor verdadero hacia una persona no puede ser furtivo, no está condicionado y no es manipulado, debe ser totalmente libre.
El primer milagro de Jesús sucedió en una boda en Caná, y este fue un signo que demostró la cercanía de Dios. No podemos considerar a Dios como un proveedor de sustancias y alimentos, eso sería muy poco. Dios se hace presente en la alegría de su pueblo y actúa para que no le falte nada, porque Dios ama al hombre. El vino, que representa la alegría, faltó, y Jesús haciendo un milagro transforma el agua en un vino exquisito, el mejor de todos, dando a entender que los mejores signos de la alegría han comenzado con su presencia entre nosotros.
Ahora bien, para comprender el amor de Dios hacia el hombre y la profundidad del mismo, ya en la literatura del Antiguo Testamento encontramos algunos pasajes donde Dios se presenta como el Esposo fiel e Israel la esposa, que en muchas ocasiones no ha sabido corresponder al amor de Dios, y a pesar de sus muchas infidelidades no deja de estar en el corazón y en la mente de Dios. Esta unión marcada por la fidelidad de parte de Dios y la infidelidad de parte del pueblo (cf. Jer 3,6-10; Os 2,4-15) será restaurada y sanada por el amor misericordioso y eterno de Dios; así lo decía el profeta Oseas: “voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón… y en aquel día ella me llamará Marido mío, y no me llamará Baal mío” (Os 2,16.18). Todo esto se cumplirá con el envío del Hijo de Dios al mundo, quien entregará al Padre un pueblo fiel que ame de verdad.
El amor de Dios por la humanidad es eterno, nos ama a todos, pero la expresión de ese amor es personal; no es un amor a una masa indefinida, Dios ama y llama a cada uno por nombre, por tanto, la invitación a la unión con Él y la respuesta debe ser personal. Vivimos en una comunidad y formamos un pueblo, pertenecemos a una Iglesia que es una familia de fe, pero eso no nos excluye de dar una respuesta personal a Dios. Esta experiencia podemos constatarla en el testimonio que nos han compartido algunos místicos en la Iglesia, quienes reconocen a Dios como el “amado” y al alma como la “amada” (cf. Cántico de san Juan de la cruz); se habla de desposorios místicos (cf. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Jesús), de unión total y profunda con Dios. Por eso, en la vida de la Iglesia de todos los tiempos hay quien se ofrece totalmente a Dios por medio de la vida religiosa para mostrar al mundo que ya desde ahora se pertenece totalmente a Cristo Esposo.
Alegrémonos, pues, con este primer signo que el Señor realizó en favor de unos esposos y de toda la comunidad para que reconozcamos que su presencia acompaña a cada familia para llevarlos a la fe en su persona y para reconocer que, con su presencia, inició un tiempo de gracia, de bendición y de alegría para todo el mundo.