Las mitocondrias: intrusos ancestrales


El cuerpo humano puede imaginarse como un complejo edificio formado por millones y millones de “células”. Estas últimas son estructuras agrupadas a modo de ladrillos microscópicos, las cuales tienen en su interior todo lo necesario para funciones vitales como recibir nutrientes, eliminar desechos e incluso reproducirse.

Además, en el interior de cada célula habitan también organelos más pequeños aún, los cuales tienen funciones especializadas. Uno de estos organelos, las llamadas “mitocondrias”, tienen una curiosa forma de cacahuate microscópico. Sobre estas quisiera compartirles un par de conceptos, que son interesantes porque dan cuenta del maravilloso milagro de la vida.

Hace millones de años, un intruso microscópico semejante a una bacteria invadió a nuestro organismo, entrando por la superficie de esas nuestras células. El intruso microbiano era un ser viviente, con su propio material genético para heredar, y con el cual se había reproducido desde siempre. Aunque el microbio invasor podría haber sido eliminado por nuestras implacables células defensoras, esto no ocurrió así. Nuestras células notaron, de algún modo, que el extraño microbio poseía una valiosa cualidad que nuestro cuerpo no tenía. Podía crear energía por sí mismo. Para ello le bastaba tomar ciertas sustancias desechadas por nuestro cuerpo y entonces las transformaba en estallidos de energía.

La energía creada por el microbio forastero era entregada en paquetes, a modo de moléculas sencillas llamadas “ATP”. Tal energía le vino muy bien a nuestras células que habían sido invadidas. Serían de utilidad para funciones vitales en nuestro cuerpo. Bien valía la pena tolerar a aquel intruso bacteriano.

Aunque el microorganismo sólo pedía alojamiento, también requería, de vez en cuando, algunas sustancias para construirse su propio cobijo o envoltura, y renovar así su cascarón. A cambio, entregaría la energía necesaria. Venga pues, el apreciado inquilino.

El intruso era una bacteria primitiva, muy semejante a muchas bacterias que ahora combatimos. Sólo que esta se quedó a vivir en el interior de nuestras células, como si fuera un parásito. El trato era justo: nuestro cuerpo permitiría su alojamiento y, a cambio, el microbio aportaría la energía. Era un acuerdo cuyo resultado sería el ganar-ganar.

Por la vida del microbio inquilino no habría que preocuparse. Este podría por sí mismo replicarse, pues conservaría su propio material genético para hacerlo. De hecho, no ocuparía el material genético de nuestras células anfitrionas, pues la información genética a heredar, de unas y otras, eran totalmente distintas. Mejor, cada quien se manejaría de forma independiente para heredar a su descendencia.

La reproducción del microorganismo invasor era y es como la de las bacterias actuales: alargando poco a poco su estructura para después partirse por mitad y dar origen a dos nuevos organismos. Así lo han hecho desde tiempos ancestrales y así lo seguirán haciendo hasta el final.

Tan bueno fue el acuerdo de fusión entre los dos seres vivientes, que ahora resultaba necesario asegurar, que los futuros individuos de nuestra especie humana tuviesen también dentro de sus nuevas células, a estos inquilinos proveedores de energía.

Para ello, habría que internarles adentro de las células encargadas de llevar el material genético para la creación de un nuevo ser humano. Así, los espermatozoides —las células reproductivas del varón— tuvieron que cargar a las generosas mitocondrias cual si fueran mochilas de viajero. De paso, estos pasajeros agregados le brindaron la energía necesaria para que pudiera desplazarse. Llevemos más inquilinos a los futuros edificios que habremos de construir. Así, ellos les proveerán de la energía. 

Por lo anterior se puede afirmar que la fecundación humana ocurrió gracias a la capacidad que tuvo la célula reproductora masculina para llegar hasta la célula reproductora de la mujer; que tal viaje fue posible porque tuvo la energía para desplazarse; y que tal energía fue aportada por el microrganismo invasor que ahora viajaría también rumbo a la creación de cada nuevo ser humano. El inquilino no sólo había tomado su lugar en el yate. Ahora manejaba su motor. Así, contribuyó en la creación de un nuevo individuo.

Una vez formada la primera célula del nuevo ser humano, esta se seguiría dividiendo, hasta construir de nuevo otro edificio, el cual sería el cuerpo de la nueva persona. Y adivinaron: en cada ladrillo —o sea en cada célula— irían ya por siempre, los amigables huéspedes con forma de cacahuate, como proveedores eternos de energía, para perpetuar la simbiótica unión de dos especies que eran distantes y que un día vieron conveniente existir uno dentro del otro.

Hace millones de años, un intruso parecido a una bacteria invadió nuestras primeras células. Y desde entonces, ese inquilino, ese huésped, convertido en mitocondria, sigue aquí, habitando el interior de nuestras células, para darnos por siempre la energía que ha de ser el sostén mutuo de nuestro propio paso por la vida.