Aprendí a tocar guitarra por mi buen empeño, una tarde que me levanté de cama, tras escuchar en la radio a Emmanuel cantando “Al final”. Quería aprender a tocar esa canción.
— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.
Celia
Aprendí a tocar guitarra por mi buen empeño, una tarde que me levanté de cama, tras escuchar en la radio a Emmanuel cantando “Al final”. Quería aprender a tocar esa canción. Por algún motivo, tuve que aprender yo solo a hacerlo, una vez que descubrí el secreto de todo guitarrista urbano.
Dicho secreto, lo hallé entre las páginas de un librillo que consideré de estilo hierático, accesible a quien quisiera expresarse musicalmente, sin cruzar las aulas de las bellas artes, ni aprender de partituras o de notas. Estaba ante mí el primer álbum de “Guitarra Fácil” que adquirí con cierto esfuerzo en Map Deportes. En esas páginas se develaron ante mí, secretos que podían convertir al más carente de oído musical en un Artista Urbano, listo para ganarse unas monedas en callejones transitados. Para mejor comprensión, dicho manual enumeraba los dedos de las manos para colocarlas adecuadamente. Lo demás era rascarle a la guitarra. Como pudieras. O al menos eso entendí yo, entonces.
El caso es que la guitarra fue mi pasaporte a un mundo en el que me hice conocido. Lo mismo era invitado a serenatas por compañeros de cualquier generación, que por aquellos de otro turno de mi propia secundaria. Aprendí a tocar “Las mañanitas” y luego el círculo de Sol; también a interpretar viejas canciones, como “El Reloj” y “Cariño” las cuales solían ser acompañadas, por mis transitorios amigos, con un canto varonil de “Bom Bom”, casi gregoriano y devoto, altamente cotizado por causar el regocijo en jovencitas quinceañeras. Pero la serenata que más recuerdo de aquella época es, sin duda alguna, la de Celia.
Había llegado al mediodía, hasta mi casa, un joven amigo con quien había coincidido en un par de ocasiones. Con trato noble me compartió su preocupación por que su novia cumplía quince años y los padres de ella, habían otorgado el permiso de llevarle serenata aquella misma noche. Sólo faltaba quién tocara una guitarra. Y también que pudiera cantar más o menos. Reconoció que Dios le había dado muchas virtudes como ser humano, pero no el oído musical. Quedé pensativo, pues también necesitábamos hallarle una canción adecuada para que pudiera cantarla aquella noche. Como no recordaba, alguna canción que pudiera acomodarle, pedí el consejo de mi madre.
—¿Qué canción podríamos cantarle a Celia, la novia de mi amigo? Quisiera una canción que le quedara, para que él pudiera cantarle mientras los demás le acompañamos.
—¡Pues cántenle la canción de “Celia”! —me dijo, mientras dejaba a un lado lo que hacía y me pedía la guitarra.
Mi madre comenzó a cantar esa canción, innumerables ocasiones. Jamás la había escuchado y ella la cantó para mí, toda la tarde. Una y otra vez. Me enseñó los acordes que había de hacer para tocarla y después la preparé hasta aprenderla. La parte más compleja, sería lograr que la aprendiera también mi buen amigo. Con la misma estrategia, la repetí en su casa, mas no se trataba de una tesitura fácil de interpretar. Leo Dan, su autor e intérprete, era extraordinario.
Al final de la tarde, decidimos de común acuerdo que mi amigo entraría únicamente, en la parte final de la canción, esa en donde el cantante argentino expresaba con emoción, el nombre de ella. Como en esa parte se requería del mayor vigor para entonarla, sería muy fácil cobijarlo entre todos los demás, con nuestras voces varoniles, expertas en cantar “Bom Bom”, a fin de que él pudiera lanzarse, solo, para entonar el nombre de su amada. Sólo entonaría la última “Celia”, de las tres Celias que se debían mencionar en la canción. Al llegar la noche, nuestra canción parecía ya estar lista, a fin de convertirse en el nuevo éxito de nuestro repertorio.
Así, una docena de jóvenes amigos nos dimos cita aquella noche frente a la casa de la novia. Su padre era alguien importante: un señor generoso que —entusiasmado— nos hizo pasar, guiándonos él mismo por unas escaleras que nos llevaron hasta el primer piso de su casa. «¿Qué no hace un padre por sus hijos? », aprendí esa vez al verle. Nos detuvo después en la antesala y, apenas en susurro, nos señaló la ventana de la habitación a través de la cual podríamos cantarle. La madre, emocionada también, asintió con su cabeza para darnos el permiso de iniciar. Y así, con el entusiasmo que aquella juventud, cantamos a toda voz “Las Mañanitas”. Fue entonces que ella asomó por la ventana envuelta en un pijama. Radiante. Feliz, como toda quinceañera. Después vinieron las canciones viejas, menos “El milagro de tus ojos”, que no podía aprender aún, y mi famoso popurrí, internacionalmente conocido en toda la región de la colonia y por el cual había llegado al pináculo de mi meteórica carrera de artista urbano. Después de ello, un silencio. El momento estelar había llegado. El novio dio un paso adelante y le dijo algo más o menos así, ya no recuerdo bien:
—Celia: con esta canción nos despedimos. Es una canción muy especial. Y es para ti.
Dio después, un paso atrás para quedarse un poco en la penumbra, mientras comenzamos a cantar las letras del cantautor argentino:
“La conocí un domingo, / hablamos de pasear, / le pregunté su nombre, / y muchas cosas más… / El lunes fue un fracaso, no vino ya lo sé, / pero al otro domingo / de nuevo la encontré. / Y así comienza nuestro amor / en primavera, / cuando las rosas del rosal / son como Celia…”
Hoy que reflexiono las cosas que pasaron, creo que no fue “Al final” la canción más importante con la que aprendí a tocar guitarra. Tal vez fue la canción de “Celia”. Porque “Al final”, era una canción para mí, pero “Celia” fue una canción para que mi amigo pudiera cantarla al final. Y así lo hizo, con toda la fuerza de su pecho y con el cuerpo temblando por el miedo a hacer el ridículo; pero cuando se está enamorado, no hay miedo que te detenga a hacer lo imposible. Con toda esa timidez, mi amigo cantó una y otra, y otra vez, el nombre de aquella jovencita que, durante años, fue motivo de una felicidad que a veces te marca para siempre.
Al final, cantó con toda el alma. Y nosotros, o al menos yo, pudimos sentir todo el amor que puede proyectarse a través de una canción, cuando se ama. Y tal vez, de los amores más puros, de los amores más grandes, de los que no se olvidan, de los que no se van, están los amores que se dan cuando tenemos apenas quince años. Esos no se van. Como los quince años, se quedan para siempre en el recuerdo.
