La renuncia hecha por amor a Cristo te hace discípulo
Lc 14,25-33
Hermanos, la vida cristiana nos ha introducido en el mundo de la relación personal con Dios, nos ha asegurado el don de la salvación por medio de la fe en Cristo y, sobre todo, nos ofrece todos los elementos necesarios para poder alcanzar ese fin último. Cuando pensamos en Dios, pensamos generalmente en recibir algo de Él: me tiene que ayudar, me tiene que proteger, me tiene que salvar, etc., y nos olvidamos de que también nosotros debemos hacer algo a cambio. ¿Qué estás dispuesto a ofrecer a Dios? O ¿a qué realidades estas dispuesto a renunciar para permanecer con Él? Las lecturas de este domingo nos invitan a valorar el aspecto de la renuncia a sí mismo y a la propia voluntad, para conocer y cumplir la voluntad de Dios, principio y guía para encontrar la salvación.
El ser humano fácilmente se engaña pensando que todo lo que tiene es por su propio medio: he trabajado, me he sacrificado, he estudiado, etc. Y pensamos que por ese motivo podemos proyectar nuestra vida y nuestro futuro al margen de Dios y sin tomarlo en cuenta. En este sentido nos responde el libro de la Sabiduría: “Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos, porque el cuerpo mortal oprime el alma y esta tienda terrena abruma la mente pensativa” (Sab 9,14). El texto no dice que el hombre es incapaz de pensar algo bueno, sino que su pensamiento es frágil, inseguro, limitado; esto es lo que hay que considerar. Frente a esta realidad, Dios ha querido, en su providencia, donar al hombre de sabiduría e inteligencia y ha querido darle su Espíritu para que pueda conocerle, para que descubra su voluntad y para que dirija su camino por las vías de Dios. El texto concluye diciendo que el hombre puede conocer, o más bien, acercarse al pensamiento de Dios por lo que le ha revelado. El conocimiento de Dios instruye, ordena y salva, dice el texto de la Sabiduría: “Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría” (v. 18). Si lográramos poner más empeño en conocer el pensamiento de Dios, nuestra vida se trasformaría y nuestra salvación estaría sólidamente afianzada.
El que quiere seguir a Cristo y cumplir su voluntad debe estar dispuesto a no anteponer nada a la voluntad de Dios.
Después de reconocer que toda gracia procede de Dios y que la capacidad de conocerle nos ha venido por la revelación de su Hijo, ahora nos adentramos en otro aspecto todavía más profundo. Jesús nos pide, no únicamente escucharle para aprender lo que Dios nos pide, Jesús nos pide sobre todo la implicación total de nuestra vida con él, pide seguirle, preferirle y amarle por sobre todas las cosas. Esto nos pone un interrogante: ¿de verdad tengo que amar a Cristo más que a mi familia, padres, hermanos, hijos, etc.? Basta recordar que, en el Antiguo Testamento, Dios pedía amarle con todo el corazón: “Amarás al SEÑOR tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,5). Si Cristo pide un amor total por sobre todas las cosas creadas, significa primero que Él es Dios y puede exigir un amor total; segundo, que el amor a Él no hará que disminuya el amor a los demás. Podríamos decir que el amor verdadero que tenemos a Dios orienta y ordena el amor del hombre hacia el prójimo y hacia todas las cosas. Sin embargo, el amor hacia los demás, dejando a lado a Dios, nos polariza, nos limita y nos abaja en nuestra capacidad de amar. Este aspecto de la revelación de Dios, la prioridad en el amor, nos hace preferir a Dios antes que todas las cosas. El que quiere seguir a Cristo y cumplir su voluntad debe estar dispuesto a no anteponer nada a la voluntad de Dios.
Dios no pide odiar a los semejantes, pide amarlos en Él. Un cristiano debe abrirse a una nueva experiencia donde las motivaciones para vivir la comunión con los demás son más altas, más perfectas. Si se habla de amor preferencial por los pobres, debemos reconocer que antes se debe tener un amor preferencial por Dios, porque sólo en él podremos amar a los demás.