(Segunda parte de ocho)
Cuando los capitanes españoles llegan a tierra son recibidos por los súbditos de Moctezuma Bernal Díaz indica: “Y desque aquellos caciques y gobernadores le vieron en tierra y entendieron que era el capitán general de todos, a su usanza le hicieron gran acato; y él les hizo muchas quericias y les mandó dar diamantes azules y cuentas verdes, y por señas les dijo que trujesen oro a trocar a nuestros rescates. Lo cual luego el indio gobernador mandó a sus indios que de todos los pueblos comarcanos trujesen de las joyas de oro que tenían a rescatar, y en seis días que allí estuvimos trujeron más de diez y seis mil pesos en joyezuelas de oro bajo y de mucha diversidad de hechuras. Y aquesto debe ser lo que dicen los cronistas Gómara y Illescas y Jovio, que dieron en Tabasco”. (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p.45).
Los conquistadores se alegran cuando regresan los primeros navíos de exploración, pues: “Y en esta sazón llegó el Capitán Pedro de Alvarado a Cuba con el oro y ropa e dolientes, y con entera relación de lo que habíamos descubierto. Y desque el gobernador vio el oro que llevaba el Capitán Pedro de Alvarado, que estaba en joyas, parescía mucho más de lo que era; y estaban con el Diego Velázquez acompañándole muchos vecinos de la villa y de otras partes, que venían a negocios”. (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p.50).
Comenta Bernal Díaz que hasta los clérigos le entraban a dicho negocio. Así lo da a entender cuando narra: “Y a esta causa, envió un capellán, que se decía Benito Martín, hombre de negocios, a Castilla, con probanzas y cartas para Don Juan Rodríguez de Fonseca, Obispo de Burgos y Arzobispo de Rosano, que ansí se nombraba, y para el Licenciado Luis Zapata y para el secretario Lope de Conchillos, que en aquella sazón entendían en las cosas de Indias. Y el Diego Velázquez les era gran servidor, en especial del mesmo obispo. Y les dio pueblos de indios en la mesma isla de Cuba, que les sacaban oro de las minas; y hacían mucho por las cosas del Diego Velázquez”. (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p.56).
Conforme avanzan los conquistadores hacia la ciudad de Tenochtitlán, van recibiendo numerosos regalos por parte de los súbditos de Moctezuma. Entre los obsequios aparecerá siempre el oro, que despertará la avaricia y los conflictos entre los mismos soldados. Un primer regalo lo describe así Bernal Díaz: “Otro día de mañana, que fueron a quince días del mes de marzo de mil e quinientos y diez y nueve años, vinieron muchos caciques y principales de aquel pueblo de Tabasco y de otros comarcanos, haciendo mucho acato a todos nosotros; y trujeron un presente de oro, que fueron cuatro diademas y unas lagartijas y dos como perrillos y orejeras y cinco ánades y dos figuras de caras de indios, y dos suelas de oro como de sus cotaras, y otras cosillas…que ya no me acuerdo qué tanto valían”. (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p.111).
Un segundo obsequio lo narra en esta forma: “Y otro día, sábado, víspera de Pascua de la Santa Resurrección, vinieron muchos indios que envió un principal que era gobernador de Montezuma, que se decía Pitalpitoque, que después le llamamos Obandillo, y trujeron hachas y adobaron las chozas del capitán Cortés y los ranchos que más cerca hallaron, y les pusieron mantas grandes encima por amor del sol, que era Cuaresma e hacía muy gran calor; y trujeron gallinas y pan de maíz y cirgüelas, que era tiempo dellas, y parésceme que entonces trujeron unas joyas de oro. Y todo lo presentaron a Cortés e dijeron que otro día había de venir un gobernador a traer más bastimento. Cortés se los agradesció mucho y les mandó dar ciertas cosas de rescate, con que fueron muy contentos”. (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p.119).
Un tercer obsequio es llevado por los caciques indígenas, Quintalbor y Tendile, a nombre de Moctezuma. La escena es descrita así: “Y después de haber dado el parabién venido a aquella tierra y otras muchas pláticas que pasaron, mandó sacar el presente que traían, y encima de unas esteras y tendidas, otras mantas de algodón encima de las esteras. Y lo primero que dio fue una rueda de hechura de sol de oro muy fino, que sería tamaña como una rueda de carreta, con muchas maneras de pinturas, gran obra de mirar, que valía, a lo que después dijeron que la habían pesado, sobre diez mil pesos; y otra mayor rueda de plata, figurada la luna, y con muchos resplandores y otras figuras en ella, y ésta era de gran peso, que valía mucho. Y trujo el casco lleno de oro en granos chicos, como le sacan de las minas, que valía tres mil pesos. Aquel oro del casco tuvimos en más, por saber cierto que había buenas minas, que si trujeran veinte mil pesos. Más trajo: veinte ánades de oro, muy prima labor y muy al natural, e unos como perros de los que entre ellos tienen, y muchas piezas de oro de tigres y leones y monos, y diez collares hechos de una hechura muy prima, e otros pinjantes, y doce flechas y un arco con su cuerda y dos varas como de justicia, de largor de cinco palmos; y todo esto que he dicho de oro muy fino y de obra vaciadiza. Y luego mandó traer penachos de oro y de ricas plumas verdes e otras de plata, y aventadores de lo mismo; pues venados de oro, sacados de vaciadizos. E fueron tantas cosas que, como ha ya tantos años que pasó, no me acuerdo de todo. Y luego mandó traer allí sobre treinta cargas de ropa de algodón, tan prima, y de muchos géneros de labores, y de pluma de muchos colores, que por ser tantas, no quiero en ello meter más la pluma, porque no lo sabré escribir”. (ps.123-124).
El Cacique Gordo, de la comunidad de los totonacas, manda este obsequio: “Y desque el Cacique Gordo supo que habíamos comido, le envió a decir a Cortés que le quería ir a ver, e vino con buena copia de indios principales, y todos traían grandes bezotes de oro e ricas mantas. Y Cortés también le salió al encuentro del aposento, y con grandes quiricias y halagos le tornó abrazar. Y luego mandó el Cacique Gordo que trujesen un presente que tenía aparejado de cosas de joyas de oro y mantas…” (p.141).
El cacique Olintecle les da información valiosa: “Y luego dijo del mucho oro y plata y piedras chalchiuis y riquezas que tenía Montezuma, que nunca acababa de decir otras muchas cosas de cuán gran señor era, que Cortés y todos nosotros estábamos admirados de lo oír”. (p.186).
EDUARDO GALEANO Y SU CRÍTICA A LA AMBICIÓN DEL ORO POR LOS CONQUISTADORES
El narrador, periodista e historiador, Eduardo Galeano, en su libro titulado Las venas abiertas de América Latina, impreso en 2004 por Siglo Veintiuno Editores emite una dura crítica por los excesos dañinos de la conquista y los mitos que se generaron para encubrirla. Una primera observación de éste autor dice: “Nació el mito de El Dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo del «cerro que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto, vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata remontando el Río Paraná. Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo.
Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona los servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje. Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espalda doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: «Muchos dellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias». (Las venas abiertas de América Latina, p.31).
Agrega Eduardo Galeano que los obsequios enviados por Moctezuma eran: “collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante, cuando Cortés llegó a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entraron en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras…». (p.36).
Éste combativo periodista uruguayo explica que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones. En 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. «Vale un Perú» fue el elogio máximo a las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: «Vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120,000 habitantes según el censo de 1573. Sólo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí 160,000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así”. (ps.36 y 37).
(CONTINUARÁ)