(Tercera parte de ocho)
El autor sigue con la tétrica narración: “Los que vienen de más allá no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española. Fluyó la riqueza. El Emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: «Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes». Apenas once años después del hallazgo de Huallpa, ya la recién nacida Villa Imperial celebraba la coronación de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro días y costaron ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores de tesoros sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi cinco mil metros de altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida resultaba dura, inclemente: se pagaba el frío como si fuera un impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó, en Potosí, junto con la plata. Auge y turbulencia del metal: Potosí pasó a ser «el nervio principal del reino», según lo definiera el Virrey Hurtado de Mendoza. A comienzos del siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile…
A la lidia de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos al estilo medieval, lances del amor y del orgullo, con cascos de hierro empedrados de esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas y estribos de filigrana de oro, espadas de Toledo y potros chilenos enjaezados a todo lujo. En 1579, se quejaba el Oidor Matienzo: «Nunca faltan –decía– novedades, desvergüenzas y atrevimientos». Por entonces ya había en Potosí ochocientos tahúres profesionales y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos resplandecientes salones concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí festejaba las fiestas del Santísimo Sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos de torneos y otras fiestas”. (Las venas abiertas de América Latina, ps.39 y 40).
Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México –explica Eduardo Galeano–. El proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo período. El rush de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del siglo XVII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las exportaciones minerales de la América hispánica. América era, por entonces, una vasta bocamina centrada, sobre todo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del Palacio Real al otro lado del océano. La imagen es, sin duda, obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas. La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se evadía de contrabando rumbo a las Filipinas, a la China y a la propia España, no figura en los cálculos de Earl J. Hamilton, quien a partir de los datos obtenidos en La Casa de Contratación ofrece, de todos modos, en su conocida obra sobre el tema, cifras asombrosas. Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio, excedía tres veces el total de las reservas europeas. Y estas cifras, cortas, no incluyen el contrabando.

Vaso de plata Chimu
Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron posible –prosigue con su relato Eduardo Galeano–. Ni siquiera los efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre el mundo helénico podrían compararse con la magnitud de esta formidable contribución de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto, aunque a España pertenecían las fuentes de la plata americana. Citando a Gustavo Adolfo Otero, explica que como se decía en el siglo XVII, «España es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para enviarlos enseguida a los demás órganos, y no retiene de ellos por su parte, más que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad se agarran a sus dientes». Los españoles tenían la vaca, pero eran otros quienes bebían la leche. Los acreedores del reino, en su mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente las arcas de La Casa de Contratación de Sevilla, destinadas a guardar bajo tres llaves, y en tres manos distintas, los tesoros de América. La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles. También los impuestos recaudados dentro de España corrían, en gran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los títulos de deuda. Sólo en mínima medida la plata americana se incorporaba a la economía española. Aunque quedara formalmente registrada en Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y de otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los Welser, los Shetz o los Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones de mercaderías no españolas con destino al Nuevo Mundo. Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas. La Corona abría por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro y se multiplicaban, en suelo español, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de las cosas y las tasas de interés del dinero. (Las venas abiertas de América Latina, ps.40 y 41).
EL ORO, PARA ALGUNOS GRUPOS INDÍGENAS, TENÍA DIFERENTES USOS. DICE DONALD MACKENZIE
El historiador Donald Mackenzie en su libro América precolombina. Mitología, impreso en el 2000 en Madrid, España, por la Editorial Edimat, así como Ediciones y Distribución Mateos, dice que no debe extrañarnos el parecido y la similitud de numerosos mitos, seres religiosos y hábitos de vida en la América precolombina, con los países del Viejo Mundo, provocados por la intensa comunicación entre los buscadores de tesoros. Por ejemplo, en la India el oro estaba considerado como “una forma de los dioses”. Entre los grupos mayas o aztecas el oro también era una especie de “emanación o excrecencia de los dioses”. Los antiguos egipcios igualmente lo consideraban como “la carne de los dioses”. Los budistas de la India, China y Japón antiguo acumulaban grandes cantidades de metales preciosos como una forma de mérito religioso o influencia positiva con sus dioses y deidades. (América precolombina. Mitología. ps.10, 16, 17, 22 y 27. Ambición del oro, robos y saqueos, ps.22. El inmenso tesoro robado a Moctezuma, ps.25 y 26. Minas de oro en territorio indígena, ps.30 y 31).
Agrega él que antes de la conquista de México-Tenochtitlán, por parte de soldados españoles (1521) y antes del Descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón (1492), las civilizaciones prehispánicas habían mantenido contacto con otras sociedades del Viejo Mundo y de diversos continentes. Esto permitió el intercambio de ideas en todos los órdenes; religiosos, tecnológicos, astronómicos, políticos, gastronómicos y culturales. De los 51 temas tratados en su documento, resaltan aquellos que nos hablan de; la profunda ambición del oro por parte del conquistador; los numerosos robos y saqueos cometidos contra las poblaciones indígenas; el inmenso tesoro robado a Moctezuma; las incalculables minas de oro halladas en territorio indígena; otros usos que le daban los nativos a las piedras preciosas, al oro y metales valiosos.
Citaré cinco temáticas más encontradas en este volumen: el origen del cocotero en los países asiáticos; la fusión de mitos, leyendas y tradiciones; mitos de la creación humana en Perú, México y el Viejo Mundo; los dragones y el mito de la serpiente emplumada; los mitos del árbol; los mitos de la manzana; el empleo de alucinógenos en rituales religiosos de las diversas culturas antiguas.

Galeón de Manila en la isla de los Ladrones.
HERNÁN CORTÉS Y EL ORO. DICE JOSÉ LUIS MARTÍNEZ
El escritor e historiador, José Luis Martínez, en la monumental biografía titulada Hernán Cortés, impresa en 1990 por el Fondo de Cultura Económica y la UNAM, indica que éste conquistador llegó al Puerto de la Vera Cruz en 1519. Por el mes de abril de ese mismo año, después de haber ganado una batalla contra los indígenas, en la población de Centla, cerca de Tabasco, los caciques de aquel pueblo le llevaron regalos a Hernán Cortés. Iban de obsequio veinte mujeres para que “les moliesen el pan”. Una de ellas era la hermosa Malinali, también conocida como Malintzin. Cortés la bautizó como Malinche y se la dio a su Capitán Hernández Portocarrero. Cuando llegaron a San Juan de Ulúa, en Veracruz, Moctezuma les envió más regalos y joyas. La Malinche habló con ellos en su propia lengua náhuatl. Aparte entendía el maya y poco después dominó el idioma español. Viendo su inteligencia, talento y capacidades de comunicación oral, Hernán Cortés tomó a La Malinche como “su faraute y secretaria”, dice el cronista López de Gómara. Ella tendría entonces como unos quince años de edad. (Hernán Cortés, ps.162-163).
Este libro contiene 125 temas o tópicos diferentes. Solamente mencionaré pocos: las críticas y los halagos hacia Hernán Cortés; la religión católica y el proceso de evangelización; las enfermedades sexuales y epidemias provocadas por los conquistadores; la rica flora y la fauna indígena; la ambición extrema por el oro y las piedras preciosas por parte de los conquistadores; el mito del retorno del Dios Quetzalcóatl en la figura de Hernán Cortés.

Estatuilla chimú en plata y malaquita. Siglos XIV-XV. Museo Metropolitano, Nueva York.
El autor dice que Hernán Cortés nació en Medellín, Extremadura (España) a finales de julio del año 1485. Sus padres fueron hidalgos pobres; Martín Cortés de Monroy (exmilitar) y Catalina Pizarro Altamirano: “criose tan enfermo que estuvo a punto de morir…lo salvó su ama de leche, María de Esteban, vecina de Oliva, y una devoción al apóstol San Pedro”. Agrega que a los catorce años fue enviado a la Universidad de Salamanca. Vivió en la casa de Francisco Núñez Valera, quien enseñaba latín en dicha institución. Éste catedrático estaba casado con Inés de Paz, media hermana del padre de Hernán Cortés. Fray Bartolomé de las Casas agrega que aprendió algo de gramática y rudimentos legales, pero no terminó carrera alguna. Únicamente cursó los estudios de bachiller. Enfermó de cuartanas, que según el Diccionario Enciclopédico Océano Color, es una variedad de paludismo con accesos febriles cada cuatro días. Sanó y regresó a su casa. Los cronistas Cervantes de Salazar y López de Gómara explican que su indisciplina académica causó enorme disgusto a sus padres, además, era bullicioso, altivo, travieso y amigo de armas. Por si fuera poco, muy enamorado. Traía perturbada la casa paterna y el pueblo: “Era necesario encontrarle un destino”, dicen. Como era un hidalgo pobre, escogió las armas y el mar. (Hernán Cortés, ps.109 y 125).
(CONTINUARÁ)