Una oración sincera y humilde es escuchada y correspondida
Lc 18,9-14
Hermanos, la liturgia de estos domingos nos ha presentado textos significativos para que recordemos los elementos fundamentales de la vida cristiana. El domingo anterior se nos exhortaba a ser perseverantes en la oración y sobre todo sinceros. Hoy podremos ir un poco más a fondo en lo que significa ser sinceros en la oración y, sobre todo, cuál es la oración que más nos puede beneficiar en el camino de la vida cristiana.
El primer elemento que debemos tener en claro, aunque parezca evidente, es que Dios es Dios; no es uno como nosotros, ni piensa, razona y decide como nosotros, así lo escuchamos en el libro del Eclesiastés: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido” (Ecl 35,12-14). Hay una grande distancia entre lo que Dios es y lo que podemos pensar que puede ser. Dios es nuestro Padre, creador de todo cuanto existe, es infinito en sus perfecciones y su amor, su sabiduría sobrepasa infinitamente cuanto existe. Por tanto, cuando oremos, no debemos considerar a Dios como uno más a quién tenemos que contarle nuestras cosas para que las pueda conocer, como si ignorara lo que somos. Dios lo sabe todo, lo conoce todo y, aunque en momentos nos puede ayudar el manifestarle lo que traemos en el corazón, es importante reconocer que lo sabe todo, para dar paso al gozo de su presencia, reconociendo que ya nos estaba esperando para darnos lo que necesitamos.
El Evangelio de san Lucas nos presenta la parábola de la oración del publicano y del fariseo, y nos presenta el mensaje del Evangelio como un anuncio de salvación y de la misericordia para todos, incluidos los que, según nuestros juicios y razonamientos, no podrían beneficiarse, a aquellos a quienes se manifiesta una condición: creer, convertirse, humillarse, arrepentirse, para poder gozar de la vida nueva que Cristo nos trae.
El texto nos presenta dos personajes antagónicos, por una parte, el fariseo como hombre justo, bien portado, cuidadoso en el cumplimiento de la ley, y sobre todo seguro de lo que según él es su vida religiosa. Por otra parte, el publicano o recaudador de impuestos que, por su confesión, demuestra no ser tan justo y bueno y, sin embargo, reconoce que ha descuidado el cumplimiento de los mandamientos de Dios y se siente temeroso aún de dirigirse a Dios. El punto clave es que ambos suben al templo a orar, los dos sienten la necesidad de acercarse a Dios. Lo expresábamos ya anteriormente, que la oración nace o brota de una necesidad.
El fariseo, en su necesidad de Dios, se equivocó al poner al centro de su oración no a Dios, sino su vida, sus logros, su ser diferente; de hecho, dice el texto: “oraba de pie hacia sí mismo” (Lc 18,11), casi como si fuera un monólogo. La oración no es hablarnos a nosotros y respondernos, es hablar a Dios, dirigir la intención y la atención hacia quien está frente a nosotros. Construirse una vida justa para el propio gusto, aleja del verdadero sentido de la vida cristiana. Los demás que no son como tú, que por muchos motivos no han logrado lo que tú has logrado, no son menos y no son peores que tú. Es bueno agradecer a Dios que nos permita dar grandes pasos en todos los niveles de la vida, pero eso no es lo último que debemos lograr, no hemos llegado aún a la perfección y estamos siempre en camino.
El publicano en cambio, necesitaba también de Dios y en sus gestos exteriores demostraba lo que su corazón sentía: se quedó a distancia, bajaba la mirada, se golpeaba el pecho y solo decía: “Dios, ten compasión de mí que soy pecador” (v. 13). La oración del publicano fue valiosa porque era sincera, reconocía su verdad, ser pecador. La oración que salió de sus labios fue escuchada porque se dirigió a Dios y no a sí mismo. En este sentido, la Iglesia debe enseñar siempre a sus hijos a dirigirse a Dios con fe y con humildad para reconocer que, aunque todos somos frágiles e indignos de acercarnos a Dios, Él por su misericordia nos acerca y nos acompaña para que podamos gozar de su presencia. De hecho, no tenemos nada de que presumir frente a Dios, sino más bien, agradecer. Si es necesario reconocer delante de Él nuestra realidad, Dios nos perdonará, nos bendecirá y veremos su salvación.
