— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.
El valle del cempasúchil
Le tenía al lado, hombro con hombro; como no había ocurrido en mucho tiempo. Con los brazos cruzados, descansando —los dos— sobre el borde de eso que parecía, para mí, un muro antiguo de rocas húmedas y musgo entre sus grietas.
—¿Estás bien? —le dije, mirando de reojo.
—Feliz —me dijo, mientras miraba el valle que lucía hermoso, hasta perderse nuestra vista en la distancia, con su esplendor incandescente, por el tono anaranjado y amarillo que le daban tanta flor de cempasúchil.
—Y, ¿cómo es estar aquí? —le pregunté, fascinado y conmovido, al mirar en ese sitio tanta paz.
Se hizo un silencio tras el cual pudo encontrar, la palabra precisa.
—Es como si lo merecieras —me dijo, mirándome, con esa sonrisa bondadosa que tuvo desde siempre, para mí.
—Te había traído flores —le dije, con tristeza—. Mas veo que no hacen falta.
—No —sonrió indulgente—. Igual te doy las gracias. Son el símbolo de que sigo en tu recuerdo.
—No te olvido —le dije, tratando de honrarle de algún modo—.
—Lo sé. Les escucho siempre cuando piden para mí.
—Y, ¿dónde están los demás? Porque allá pareciera que, poco a poco, nos estamos quedando solos.
—Ya están en camino. Ninguno ha querido perderse el gozo de venir a saludarte. Pero yo me vine de avanzada.
—Siempre fuiste así —le dije, sonriendo.
—Sí. Hace un viento suave, ¿lo notas?
—Sí —le dije, aspirando con deleite el aroma a cempasúchil y a brizna de rocío.
—Así se pone cada tarde; y es hermoso.
Un viento suave jugo con sus cabellos y su atuendo. Me dieron tiempo para darme el valor de preguntarle, tratando de evitar que se notara mi tristeza.
—Y, ¿cómo me quito este dolor? —le dije—. Me duele mucho que te fuiste.
Sonrió otra vez, como lo hacía. Pero, a diferencia de antes, esta vez irradiaba una paz tan grande, como la que debimos haber tenido siempre.
—Mira las flores —me dijo—. Mira todo esto, ¿lo ves? No hay un sitio donde se podría estar mejor. Y eso debe darles paz.
—¿Y si me quedo contigo? ¿Puedo quedarme contigo? —le pregunté, colmado de una emoción real que ahogaba mis palabras.
—Todo a su tiempo —dijo, con su alma tranquila—. Estar allá tiene también una intención: nos prepara. Y una vez preparados, volverán de nuevo a casa con nosotros, con todos los que un día coincidimos y que fuimos uno.
—Entonces, ¿hay la esperanza de reunirnos otra vez? —me expresé con esa sensación que tuve siempre: hueca, atenazándome por dentro, por esperanzas que no llegaron nunca.
—Certeza —me dijo, con ese tono cantadito que tanto le gustaba hacer cuando afirmaba algo. Las almas colibrí, aleteaban sobre el tapiz infinito de las flores.
—¿Hay algo que debiera hacer, mientras ese día llega?
—Sí —le escuché su voz, como en ensueño.
—¿Qué es?
Otra vez el silencio, sin perder la vista al valle, acariciando —sin pensarlo— la humedad del musgo entre las rocas; y admirando el amarillo-naranja de las flores, hasta encontrar de nuevo la palabra. Volvió entonces su rostro para verme y de sus labios surgieron las palabras que, desde entonces, nunca olvido.
—Haz que cada día de tu vida, valga. Para bien. Hagan eso. Y un día volveremos a encontrarnos.
