Comentario homilético


Mateo 13, 44-52

La Palabra de Dios de este domingo XVII del tiempo ordinario nos interpela. Precisamente comenzamos por reflexionar en lo que significa la verdadera sabiduría, aquella pedida por Salomón, que es el tesoro escondido en un campo y encontrado por un afortunado que no dudó en vender todo lo que tiene para comprarlo y acceder de manera justa al tesoro, «lleno de alegría». Es también la perla fina, lo más precioso que un oriental puede encontrar y para comprarla vende todo lo que tiene. Nada de lo que tiene puede ser comparado con la perla. Con estas sencillas comparaciones de Jesús y deseando que la verdadera sabiduría llene nuestro espíritu, es como Jesús nos muestra el reino de los cielos, cómo es el reino de su Padre Dios.

La verdadera sabiduría está pues en el cumplimiento de la voluntad del Señor, la obediencia a sus mandatos, el afán en escuchar la explicación de sus palabras es esto lo que constituye la herencia y la porción del hombre bíblico que ha resuelto guardar las Palabras del Señor que «valen más que miles de monedas de oro y plata, y más que el oro purísimo, porque iluminan y da luz y entendimiento a los sencillos» (Salmo 118).

Pero la realidad de nuestro mundo es diferente a la visión de Dios. En nuestra sociedad la verdadera sabiduría parece que no es importante, ahora lo que importa es, trabajar, esforzarse, luchar por el poder las riquezas y las victorias. No parece importar lo que haya que hacer, y cómo lograrlo. No parece que nos preocupemos demasiado por aquel que está a nuestro lado y pasa necesidad, sufre enfermedades o está solo. Mientras yo viva bien, no me importa lo que le suceda al otro, aunque esté a mi lado o incluso conviva con él. Sin embargo, tendríamos que pedir como Salomón, ver la realidad de otra manera, mira más allá de nosotros mismos, él pide sabiduría, inteligencia para gobernar recta y justamente a su pueblo. No pide para él, sino para ayudar a los otros. Y Dios no tiene ningún reparo en concedérselo. ¿Pedimos sabiduría para ayudar a los demás? ¿Para saber vivir bien nuestra vida?

El evangelio de Mateo nos muestra algo semejante. Solamente aquel que busca, que mira más allá de sí mismo, es capaz de encontrar el tesoro escondido. Pero ese tesoro, esa perla preciosa, requiere que nos sacrifiquemos. La alegría cristiana no se encuentra en recoger, en ganar, en obtener. Un cristiano se llena de alegría cuando es capaz de darse por los demás. Cuando renunciamos a nuestros egoísmos e intereses, trabajando y esforzándonos por aquel que pasa necesidad a nuestro lado. El verdadero tesoro es hacer aquello que está dentro de mis posibilidades para ayudar al que más lo necesita. Y para ello lo primero es escuchar. Uno debe escuchar a las personas con las que convive, escuchar a las personas con las que trabaja, con las que comparte su tiempo, su vida, su esfuerzo. Esta es la única manera de conocer a las personas, y saber cuáles son sus necesidades, y las posibilidades que tengo de ayudar.

Nuestra vocación es amar, y amar es darse por los demás, es encontrar el tesoro escondido en el campo, y dejarlo todo por ese tesoro. El tesoro que encontraremos es Dios, el tesoro que encontraremos es darse uno mismo por aquel que lo necesita en la medida de mis posibilidades: dar mi tiempo para escucharle, para comprenderle, para arrimar el hombro cuando lo necesite. Solamente cuando descubra realmente cómo amar de verdad, entonces encontraré la verdadera felicidad, que está en el amor dado sin medida. Este es el verdadero Reino de Dios.