“La fe y la obediencia nos hace gratos a Dios”
Lc 17,5-10
Hermanos, hemos meditado sobre la importancia de los bienes celestiales, donde hay que poner el corazón y a los que hay que dar un grande valor en la vida. Todo el esfuerzo humano y la colaboración a la gracia de Dios parecería en algún momento insuficiente para lograr mantenerse en Dios, en la justicia y en la verdad. Frente a la experiencia de pequeñez y de debilidad no queda otra cosa que decir al Señor: “auméntanos la fe”, de esta manera el Señor nos enseña que la fe será efectiva si permanecemos unidos a Él como fuente y principio, sólo entonces veremos la eficacia de la acción de Dios en el corazón del que cree de verdad.
En las experiencias que cada hombre sobre este mundo debe afrontar, es necesaria, no únicamente, la fuerza de voluntad sino también un esfuerzo superior. Nosotros llamamos a esa fuerza la fe, la certeza de que nuestra vida está en manos de Dios, que dependemos totalmente de Él y que no caminamos solos por este mundo. Cuando las situaciones de vida son más difíciles y delicadas, necesitamos una unión más profunda y verdadera con Dios. En la primera lectura del profeta Habacuc, leemos la insistente oración que el fiel realiza a Dios frente a la violencia, la injusticia y la opresión. Dios les hace mirar al futuro de donde vendrá la respuesta: “tiene su fecha la visión, aspira a la meta y no defrauda; si se atrasa, espérala, pues vendrá ciertamente, sin retraso. Sucumbirá quien no tiene el alma recta, más el justo vivirá por su fe” (Hab 2,2-4). La acción de Dios se hará presente en aquel que confíe que la fuerza y el poder viene de Dios. Si no se profesa la fe en Dios simplemente estaremos pensando que la ayuda vendrá de cualquier lado, o lo que es peor, que no vendrá.
La fe en el corazón del que confía en Dios se hace fuerza, se hace vigor y nos permite experimentar la presencia de Dios dentro de nosotros. Por eso afirmamos que la fe no es únicamente asentir o creer en las verdades reveladas por Dios, sino esencialmente la adhesión a Él. La fe, como sabemos, es una virtud teologal que Dios infunde en nuestro espíritu por medio de la cual creemos en Él y en sus promesas. La experiencia de dolor, de enfermedad, de sufrimiento y todas aquellas acciones de injusticia pueden hacernos preguntar si existe Dios, o nos hacen preguntarnos: ¿por qué no actúa? No olvidemos que el cuidado de Dios es total y perpetuo sobre toda su creación, y con mayor razón con sus hijos, dice Jesús en el Evangelio: “Pues si Dios así la viste a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, ¿no lo hará mucho más con ustedes, hombres de poca fe? (Mt 6,30).
Hoy el Evangelio nos presenta a los discípulos asombrados de lo que implica la vida nueva del Reino y de las pocas fuerzas que el hombre puede ofrecer. Frente al perdón que se debe dar al hermano: “si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, lo perdonarás” (Lc 17,4). Los discípulos piden a Jesús: “Auméntanos la fe” (prósthes: aumentar, agregar), y el Señor dijo: «Si tuvieran una fe como un grano de mostaza, habrían dicho a ese árbol frondoso: Arráncate y plántate en el mar, y les habría obedecido” (Lc 17,5-6).
Pudiéramos decir que a la fe no se agregan pedazos, a la fe no se agrega algo que le falte, la fe en sí misma debe crecer, debe madurar, debe robustecerse, aunque ésta fuera pequeña, es un potencial porque viene de Dios y no de nosotros. En este sentido deberíamos pedir que esa fe que hemos recibido se haga más fuerte, se robustezca y no que llegue algo externo a ella para aumentarla.
Bendigamos al Señor porque ha dispuesto que la fe en Cristo sea el medio por el cual podamos salvarnos y encontrar la fuerza para vencer todos los males. No desconfiemos de Dios, aun cuando el sufrimiento y todas las pruebas vengan sobre nosotros, al contrario, confiemos con mayor amor en su cercanía y en su presencia en medio de nosotros para que la fe nos permita ver la acción potente de Dios sobre nosotros.