Comentario Homilético


“Servir a nuestros hermanos en Cristo, para vivir eternamente”

Mt 25,31-45

Hermanos, la celebración de los fieles difuntos coincide con el Domingo y la liturgia presenta las lecturas de esta conmemoración especial. Necesitamos desde ahora estar preparados para el encuentro con el Rey eterno y debemos asegurar ser contados entre sus ovejas, aquellas que escuchando su voz cumplieron con amor su voluntad, porque, una vida dedicada al bien y a la justicia nos prepara y dispone para el encuentro con Dios.

En esta vida estamos acostumbrados a ver el recorrido que realizan todos los seres, desde su comienzo hasta su término, hoy están y mañana ya no. Dice la Escritura, “la vida del hombre es como la hierba del campo, que por la mañana florece y por la tarde se seca” (Sal 103,15-16). Estas realidades nos tocan tan de cerca, que a veces podemos perder el sentido de lo que hacemos y tenemos. El tiempo nos hace entrar en trajín de la vida y no hay nada que lo detenga. Si experimentamos la alegría de la novedad y del presente, es verdad que también experimentamos la tristeza de las cosas que terminan y pasan, quedan solo en un recuerdo. Experimentamos la fuerza de la juventud, y después los achaques y flaquezas de los años. ¿Será que, tendrá que ser así para siempre? Como respuesta a esta pregunta y como remedio a todos nuestros males, necesitamos que las cosas buenas sean para siempre y que los males acaben de una vez.

Dios en su misericordia se ha compadecido de nosotros y ha querido Él mismo venir a hacerse cargo de nosotros y de nuestras limitaciones. El cuidado y la providencia de Dios se extiende sobre todas sus creaturas y de una manera todavía más excelente en sus hijos. El cuidado de Dios y los dones de su amor los recibimos por medio de su Hijo. Querer gozar de la comunión plena con Dios, haciendo a un lado a Cristo, es algo inconcebible. Esta comunión comienza ya desde este mundo, pero se proyecta hasta la vida eterna, al futuro no temporal, sino eterno. Ahora bien, el futuro lo esperamos con confianza y esperanza, puesto que sabemos que está en las manos de Dios. Pero es evidente que eso no nos impide implicarnos totalmente en la vivencia del presente, al contrario, esa certeza nos permite realizar la voluntad de Dios con amor para poder así encontrarnos un día con Él.

El Evangelio de san Mateo nos presenta el anuncio del juicio final con la venida del Hijo del hombre, (designación utilizada por Jesús para referirse a sí mismo, como aquella figura que vendía a instaurar el reinado de Dios, Dn 7,13-14). ¿Qué debemos hacer para asegurar nuestro futuro ya desde ahora? Lo primero es que ya recibimos como don lo más importante, el bautismo que nos introduce en la vida divina. Desde ese momento somos ya herederos de la vida eterna, pero debemos, además, comprender y vivir el Evangelio de Cristo para poder orientar nuestra vida por el camino que lleva a la salvación.

Entregar el propio espíritu a Dios, será una misión y una tarea que cada uno tendrá que realizar. Pero, no olvidemos que el espíritu y la propia vida se va entregando día a día, en los trabajos y sacrificios cuotidianos. Cada día le vamos diciendo a Dios “en tus manos encomiendo mi espíritu”. Por eso, cada noche, como nos han enseñado nuestros padres, debemos dirigirnos a Dios para agradecerle y entregarle todo. Porque confiamos que llegará un mañana, y que nos levantaremos para renovar nuestro deseo de servirle siempre con mayor dedición. La certeza de que esa tiniebla pasará y se disipará para siempre y de que llegará la luz, nos tiene que hacer más confiados, más buenos, más de Dios. No tengamos miedo a la tiniebla, ni a la noche, ni a la muerte, porque es entonces que comenzará la verdadera luz, el día sin fin y la vida eterna.

Unamos, hermanos, nuestras plegarias a la oración de toda la Iglesia de manera especial por nuestros hermanos difuntos y recordemos que nuestro Señor entregó su espíritu al Padre y mediante la entrega de su muerte venció la muerte para siempre, de manera que cuando entreguemos nuestro espíritu a Dios podamos gozar del banquete eterno y de la compañía de todos los santos. Que las almas de nuestros hermanos difuntos por la misericordia de Dios, descansen en paz. Así sea.