El pasaje de este domingo, tomado del capítulo 13 de san Marcos, forma parte de una sección llamada “discurso escatológico” (Mc 13,1-37). Estos discursos contienen la última predicación de Jesús en Jerusalén, justo antes de comenzar la pasión. Estando al final de su vida pública, Jesús nos invita a reflexionar sobre las realidades futuras que comienzan a manifestarse en la vida del hombre y en la historia; pero, sobre todo, sus palabras presentan un mensaje totalmente positivo para aquellos que se han adherido a su mensaje y persona. Todo sobre este mundo pasará, aún nuestra vida, pero permanecerá Dios y nosotros también con Él.
Todos los días frente a nuestros ojos se presenta una verdad: todas las cosas pasan y todo termina. Cuando el hombre es consciente de esto puede experimentar dos cosas, la tristeza al ver que todo es pasajero, o la alegría y la gratitud por vivir un momento importante y único. La caducidad de todas las cosas se presenta muy ruda frente a nuestros ojos, al tal grado de ponernos un interrogante: ¿tiene sentido lo que vivo y experimento? ¿Qué gano con vivir, si al final todo termina?
El hombre debe aprender a reconocer el valor de la existencia, y las posibilidades que en la vida puede encontrar y realizar. Nada sobre este mundo está de más, nada es absurdo y nadie es objeto de la casualidad. Todo ser sobre este mundo responde a la voluntad de Dios, y si tenemos el ser y la existencia, es porque Dios lo ha permitido. En este sentido, podemos afirmar que únicamente es Dios quién puede dar sentido a la existencia. Por eso el hombre debe abrirse a la experiencia de Dios para descubrir el fin para el cual fue creado, participando de lo que el mundo puede ofrecerle en el presente y de las realidades futuras que viviremos mañana en Dios. Rescatando el sentido sobrenatural de la existencia humana podemos experimentar la esperanza y la alegría, aun cuando las cosas presentes ofrezcan un panorama desolador y sin sentido.
En la Sagrada Escritura, Dios nos ofrece su Palabra para comprender en profundidad el sentido de la vida. Nos ha mostrado que nos ha creado por amor, que nos ha liberado y ha acompañado a su pueblo a través de las pruebas y luchas sobre este mundo para, finalmente, ofrecerle la salvación. Por eso, ha enviado a su Hijo para renovar interiormente la situación de pecado y de muerte donde yacía el hombre, por lo cual, ya desde este mundo, los redimidos experimentan la vida de Dios en la propia vida. Así pues, de manera especial, los profetas han interpretado no solo el presente histórico de cada tiempo, sino que han manifestado en imágenes y signos aquellas realidades que vendrán y que serán la manifestación de la voluntad eterna de Dios. Podemos afirmar que Dios conoce el inicio y el término de la historia, puesto que él ha creado el universo y ha formado al hombre, para un destino de salvación y de vida.
La mejor manera de vivir en la propia vida la experiencia de la transitoriedad es dejándose tocar por la gracia de Dios que todo lo renueva, que todo lo perdona y que todo sana. Dejando entrar a Cristo en nuestra historia, marcada por la caducidad y la corrupción, será el camino para encontrar sentido a todas las situaciones catastróficas y esclavizantes que sufre y experimenta el hombre.
Frente a estos panoramas, la Iglesia tiene la encomienda en mundo de anunciar los bienes de Dios, de dispensarlos y de acompañarnos hasta que lleguen esos cielos nuevos. Oremos para que siga siendo en medio del mundo anunciadora de la salvación que viene de Dios y promotora de los verdaderos valores del reino de Dios: santidad, justicia, verdad, gracia, amor. Que nos acompañe siempre la intercesión de María, que vigila, acompaña y protege los pasos de sus hijos en “este valle de lágrimas”; y que después de este destierro, nos muestre a su Hijo Jesús. Oremos por nuestros hermanos difuntos, para que Dios les conceda el descanso eterno y pidamos al Señor su gracia para perseverar en una vida de santidad que nos asegure la vida eterna.