Sala de espera
— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.
La razón y la emoción tienen, a veces, caminos diferentes. Ambas, con sus fortalezas, pero difíciles de priorizar cuando se tiene que tomar la decisión de elegir entre una y otra.
A mediados de los años setenta estaba en su punto culminante el auge de la buena música, gracias al surgimiento de infinidad de melodías interpretadas en español. Así, pudimos escuchar, por ejemplo, a Mocedades con “El vendedor” o “La otra España” que se convirtieron, en su momento, en una especie de himno de la juventud de entonces.
Otra canción de aquella época, interpretada también por el grupo Mocedades fue “¿Quién te cantará?”, escrita por Juan Carlos Calderón. A diferencia de las otras, tal canción pude escucharla por primera vez, no en las estaciones de radio como ocurrió con todas las demás, sino en un exitoso programa de televisión transmitido por el canal 13, conducido por Jorge Saldaña, y que tenía una interesante sección denominada “El juicio de los discos”.
La dinámica era coordinada por un jurado, que estaba integrado por reconocidos intelectuales de la época los cuales escuchaban la canción en turno para, después de algunos comentarios, emitir su veredicto sobre esta. A pesar de lo corto de mi edad, disfrutaba de escuchar sus opiniones y ver cómo disertaban, sobre si había sido pertinente o no utilizar alguna frase; todo ello lo hacían con elocuencia apasionada. Si después de este debate la canción les parecía buena, se quedaba; y si no era así, la echaban —literalmente— a un cesto de basura.
Esa mañana de sábado pude atestiguar, con interés, el juicio de aquella melodía que, confieso, al escucharla me había tocado, especialmente el corazón. Su letra, hablaba de amor pero también de incertidumbre, de las dudas de quien no quiere marcharse y se pregunta qué será lo que ocurriría después; aludía también a metáforas de olvido, con direcciones que se borran de libretas; y guitarras y casas que se quedan cuando alguien se va.
Los respetables integrantes del jurado escucharon la canción con la seriedad propia de quienes ya habían oído todo de la vida. Lucían investidos en sus trajes grises y corbatas amplias; algunos de ellos con su cabello ensortijado y cano; y otros con patillas largas que enmarcaban rostros de mirada grave, bajo gruesos lentes que eran la constancia cierta, de tantas horas de lectura, que habían dado a lo largo de sus vidas, y con las que habían tejido la sabiduría que en ese momento nos brindaban por la tele.
No tuve duda, esa mañana, que el veredicto de aquel juicio sería positivo para tan buena melodía. Por ello esperé, entusiasmado, ese momento nunca visto antes: verles aplaudir, sin rubor alguno, elogiando la canción y su belleza, una vez que terminaran de escucharla.
Mas, no ocurrió así. Al terminar la melodía, cada uno de ellos fue expresando sus sabios argumentos; y en cada comentario se fue develando la dureza. Eran frases que, imaginaba, quedarían grabadas con el cincel histórico que suelen tener los juicios cuando son severos; con argumentos imposibles de réplica alguna, como no fuera que el propio autor y sus desafortunados intérpretes ofrecieran disculpas y prometiesen no volver a cantar jamás. Ya imaginaba al grupo Mocedades, marchando en fila, cabizbajos, y ocultándose uno por uno tras el telón de algún teatro, mientras decían adiós en forma coordinada con sus manos, para no volver jamás a pisar un escenario.
—¡Es una canción reiterativa y con pobreza de lenguaje! —dijo alguno de ellos, más o menos. “Tal vez tienen razón”, me decían los pensamientos del niño que yo era entonces.
Hoy me digo que, si se quisiera darles un poco de razón a mis jueces entrañables, lo único que podría observarse en la canción es que modificaron la pronunciación correcta de su frase principal. De este modo, en mi tan querida melodía, suprimieron el acento a la última sílaba en la frase para convertir “¿Quién te cantará?” en “¿Quién te cantara?”. Así, los célebres cantantes de Bilbao transformaron una palabra aguda en grave, con su pronunciación. Pero, con todo eso, no me sonaba mal la melodía. Tal vez nuestros intérpretes, como podían cantar también en euskera, se habrían tomado una licencia al interpretarla como las que se toman a veces nuestros queridos hermanos españoles. Pero ¿cómo no podríamos concederles tal derecho, si han sido los españoles precisamente, quienes cultivaron la lengua que hoy hablamos?
—¿Cómo es posible que repitan, tantas veces: “¿Quién te hará el amor”? —expresaba otro, tal vez con cierto rubor por la aparente crudeza de la frase. Digo “cierto rubor”, porque mi tele en blanco y negro —Telefunken—, no podía permitirme ver el color de los rubores.
Si bien la década de los setentas aún tenía fresca la impronta hippie de “hacer el amor y no la guerra”, no dejaba de ser, nuestro contexto de país, pletórico en provincias, un sitio en donde las buenas costumbres florecían, robustas, como árbol de parota, y donde aún podían escucharse los ecos del “Manual de Carreño”. No se imaginaba el jurado que, tal vez más adelante, habrían de venir muchas canciones, con frases —estas sí— más crudas estridentes, y con mucho menor sentido poético que aquella.
Surgieron las dudas en mi mente. Quien había escrito la canción tenía una propuesta que no entusiasmó en nada a aquellos jueces. Y, por la seguridad con la que estos se expresaban, tal vez podrían tener la razón. La palabra “reiterativo” debía ser algo terrible. Sin embargo, no por eso podía reprimir mi sentimiento espontáneo de suma complacencia que me causaba la canción, al escucharla. Era un sentimiento no expresado, pero estaba ahí. Era la emoción por encima de la razón. La melodía me gustaba. Y no porque preguntara “quién te hará el amor”, concepto que apenas comprendía. Disfrutaba, en su conjunto, de la melodía y su letra; y también del abanico de las voces que se entonaban, cada una, cual si fuesen las teclas de algún piano que se ensambla en un acorde, desde la más aguda de estas —como las de Amaya e Izaskun—, hasta la más grave que se escuchaba resonar —como la de Carlos Zubiaga—.
El caso es que, en aquel “Juicio de los discos” que les cuento, la canción “¿Quién te cantará?” de Mocedades, fue condenada al cesto de basura. No podía creerlo. Y ahí fue a parar ese disco de vinilo, el de 45 revoluciones por minuto, en plena transmisión por tele, y en vivo. Mejor me lo hubieran regalado. O dejarme ser quien recoge el cesto de basura. Si yo quería volver a escuchar tal melodía, tendría que comprarla con el peculio familiar en Zamora Mojica, la tienda de música en Madero, o esperarme por horas, con la radio encendida, hasta que algún locutor de la XEDS adivinase mi deseo de escucharla.
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La canción “¿Quién te cantará?” resultó, con el tiempo, un éxito innegable. Se convirtió en una melodía clásica en el mundo de habla hispana y se sigue escuchando en estaciones de radio. Hasta la fecha, sigue siendo descargada del espacio que hoy ocupa en el nimbo tecnológico de las modernas bibliotecas musicales, esas que ofrecen su transmisión por internet. Ha sido interpretada, además, por muchos otros cantantes quienes, con su estilo propio, han sabido mantenerle también en la cumbre del éxito. Es más, cuando tuve el privilegio de escucharla de nuevo, esta vez ya en las voces de “El Consorcio”, grupo en el que hoy se ha transformado una parte de lo que fuera ayer el antiguo “Mocedades”, reviví —de nuevo— la emoción que tuve cuando niño, al escucharla. Tal vez mis entrañables intérpretes decidieron no marcharse, ni quedarse escondidos tras el telón rojo de un teatro. Y qué bueno que fue así. Únicamente dijeron adiós, cuando terminaron su concierto, ante un Teatro Galerías, abarrotado este de almas nostálgicas como la mía.
Sin quererlo, como ocurre con tantas canciones en la historia de la música, “¿Quién te cantará?” sigue siendo una canción reconocida y recordada, que identifican quienes pudieron —como yo— vivir la infancia y juventud de aquella época.
Tal vez ya son pocos aquellos que recuerden, como lo hago ahora, a esos que fueron también mis admirados jueces, de los cuales jamás dudé de su sapiencia. Porque ahora sé que, aunque la razón pueda reflejar muchas veces mejor la realidad, también puede estar equivocada, pues las cosas dependen siempre de un contexto; por eso, en ocasiones, a la sabiduría la rebasa el sentimiento, por eso a veces la emoción arrastra y, también, porque ahora sé que, por encima de todo, el amor —que es la emoción más intensa y sublime de todas las que vive el ser humano—habrá de triunfar siempre, sobre la razón. ¿O no?