Hice las paces con Dios.


“Lloro porque supe amar y lo que es el amor.”

“La vida no es para todo el tiempo”. En muchas ocasiones se le escuchó decir eso, a Chabela Flores Ventura, quien gustaba decir:

—Me he puesto a hacer las paces con Dios y con mi pasado. Para no arruinarme el futuro y el de los demás. Sobre todo, los que son de mi familia. A ti, mi hijo —así llamaba a su nieto– y sólo a ti, te comuniqué mi historia. Te aconsejo: sé hombre de bien, solamente así serás alguien en la vida. Sé serio, cuando sea necesario; frío cuando las circunstancias lo requieran. Nunca calles cuando debas de ser valiente en las injusticias. A los que te agravien, déjalos, que no son de tu condición. ¡Ah, pero nunca dejes de sonreír y amar! Grábate, que el camino a la felicidad no es recto. Tiene sus curvas que se llaman equivocación. Empero, no debe de importarte, si el levantarte te da la satisfacción de retomar el rumbo.

—Abuela –preguntó el nieto–. ¿Por qué siempre lavas en el grandísimo lavadero junto a la pila y no utilizas la máquina lavadora que compró mi mamá?

—¡Ah! Es que me recuerdan mi hermoso tiempo de gloria. Cuando tuve que sufrir para vivir –agregó con nostalgia y tristeza–. Eran los tiempos de una juventud limpia de corazón, de   amor a los que me rodeaban, y a la vida. Si pudiera ser parte de los que amé, en ese tiempo, escogería ser una lágrima, porque ésta se engendra en el corazón. Nace en los ojos, recorre la vida por sus mejillas y muere en el labio que besan.

—¿Por qué cantas esa canción, con mucho sentimiento, abuelita? –volvió a preguntar el nieto y agregó con incertidumbre—. ¿Por qué lloras?

Secándose los ojos, como se le hubiera entrado una basurita, ella continuó: hubo un militar Capitán, le decían la “mona peinada de tan guapo, José Martínez  Medina”, era escribano de Francisco Indalecio Madero, cuando yo era lavandera en el caudaloso río de Colima le conocí, en ese tiempo me ganaba el sustento con lo que lavaba a algunos soldados, pues el cuartel está donde hoy es la logia masónica, me enamoro y de ahí nació tu madre, y un día mientras iba al mercado, allá en el Barrio de San José, que le llamaban el mercado fantasma, al regresar ya no le encontré, fue en el   tiempo en que mataron  ese gran barón Madero.  

—La canción se llama “¿Dónde estás corazón?”. Y lloro porque también supe amar y conocí lo que es el amor. Fíjate en esa letra y verás que está ligada entrañablemente a mi corazón. A lo que solamente a ti te he platicado, ésta, mi historia. Si no te acuerdas, la letra dice más o menos así —comenzó a cantar con su envejecida voz, Chabela—. “Una mañana de frío invierno, sin darme cuenta se fue a volar, y desde entonces aún le espero, no me resigno a la soledad… ¿Dónde estás, corazón, no oigo tu palpitar, es tan grande el dolor que no puedo llorar…” ¡Ves, ¡qué hermosa es la melodía! Me llega a lo más profundo de mi corazón y mi sentir.

—¿Y la otra canción, que dices se llama “Uno”?…  También te he visto llorar cuando la cantas –agregó en su inocencia, el nieto–. Veo que tus ojos se cristalizan, que tu corazón parece querer salirse, y… te ahogas en un  sentimiento profundo, del que no encuentro explicación.

—Es un tango que me hace saborear lo que he sufrido: el amor perdido y destrozado que me dejó el haber amado intensamente. Y es que, mi pequeño nieto, llorar en silencio es saborear nuevamente la vida y su recuerdo. Es lo sublime de sentir el amor. Las lágrimas son el bálsamo del alma. Aún sin embargo, te contaré que lo conocí en unos minutos, en una plática. Me enamoré en unos días de cumplidos. Hubo detalles y atenciones, pero me llevará toda la vida olvidarlo. El nieto ya no tuvo que preguntar. Estaban llenas todas las respuestas…