La falsedad de la riqueza y la riqueza de Dios


 

Lc 12,13-21

Cuando pedimos luz a Dios para entender el sentido de la vida y el fin último de todas las cosas, nos atemoriza darnos cuenta de la verdad, de que las cosas no son como pensamos y que la verdad de Dios refleja su luz sobre todas las cosas. Uno de los temas muy debatidos en la vida cristiana es el sentido de la riqueza y de los bienes y su relación con la vida del hombre. Los bienes necesarios son indispensables para la propia subsistencia más, la superficialidad y el exceso no dan, ni compran, ni aseguran los bienes más valiosos, aquellos que vienen de Dios.

 

Reflexionar seriamente sobre el sentido de la existencia, nos dice la sabiduría de Israel, es reconocer su límite porque las cosas materiales y terrenales no son fin en sí mismas. Hay un orden necesario y dispuesto por Dios, el inicio de la vida, el desarrollo, el trabajo; pero también hay un orden no querido por Dios, pero que forma parte de nuestra existencia por causa del pecado: preocupaciones, sufrimiento, pena, muerte, etc. Desde el inicio de la historia el hombre se debate en una lucha constante y para acallar todo lo negativo y doloroso, se empeña en tener, gozar y poseer.

 

Lamentablemente, los bienes excesivos y los placeres más refinados nunca darán sentido a la vida del hombre, más aún, la vida del hombre termina y no hay nada que se pueda hacer al respecto. Por eso, con razón el texto del Cohelet afirma: ¿Qué saca el hombre de todas las preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De todas las cosas del mundo el hombre puede sacar bien poca cosa, y todo es vanidad, es espejismo, es pasajero, tiene caducidad. Sin embargo, el texto nos prepara para reconocer que las vanidades de este mundo tienen su contraparte, el lado opuesto, el elemento positivo que puede permitir al hombre trascender y ese esta manifestado por la venida del Hijo de Dios. Los bienes mesiánicos, de los que hoy podemos gozar nos instruyen y alientan para no vivir solo de los bienes de este mundo; por eso san Pablo exhorta con fuerza a su comunidad con las siguientes palabras: “Busquen los bienes de allá arriba… aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2).

 

¿Cómo hacerle para contrarrestar la fuerte influencia que el mundo ejerce sobre el hombre? Las propuestas del mundo es tener más y más, sugestionando a la avaricia, el deseo desmedido de poseer bienes, la desesperación ante la falta o carencia de los mismos. El peligro en todas estas propuestas es que te invitan a construir una vida al margen de Dios y de los demás, donde solamente tú cuentas y nadie más. El hombre debe dejarse llevar no por el instinto y la ambición sino por la razón y la fe, una razón iluminada por la fe nos dará los elementos necesarios para organizar el propio proyecto de vida y construirse una existencia bajo la luz de Dios. Quién no conoce a Dios se conformará con gozar los bienes de este mundo sin sentirse atraído hacia lo que permanece para siempre.

 

El texto del Evangelio nos muestra la parábola del hombre rico que había tenido una grande cosecha, y pensó en acumularla para después poder gozar de ella, pero la vida le faltó, el tiempo se terminó y no fue capaz de gozar de esos bienes. El hombre de la parábola no supo construirse una vida junto con Dios, se dejó arrastrar a lo que la vida le ofreció. Tristemente podemos decir que nos aficionamos demasiado a las cosas, gustos y placeres y nuestra vida perece con ellos. Por tanto, debemos dejar entrar a Dios en nuestra vida porque solo Él es capaz de reorientarla hacia los bienes verdaderos y entonces encontraremos los verdaderos bienes y nuestra felicidad.