El hombre que desea conocer verdaderamente a Jesús debe abrirse a la fe y debe reconocer un primer límite: “ignorar o rechazar las realdades sobrenaturales”.
En nuestro recorrido con Jesús durante su vida pública, hemos contemplado grandes milagros y profundos discursos que llenaban de admiración a sus coetáneos, y frente a su sabiduría y profundidad de sus palabras, nos dice san Marcos que la multitud que lo escuchaba se preguntaba: “¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? Evidentemente, esta reacción es natural hasta cierto punto, puesto que para ellos es conocido su origen humano; de hecho, afirman: “¿no es el hijo del carpintero? Sin embargo, el origen divino de Jesús no lo conocen, Él es el Hijo de Dios. Ya lo decía san Juan al inicio de su Evangelio: “en el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Jn 1,1).
Todas estas peguntas nos permiten dirigir nuestra mirada hacia la persona de Jesús, su identidad y su origen. Jesús no es un hombre ordinario, como cualquier otro que ha recibido una misión de parte de Dios. Recordemos que en el Antiguo Testamento Dios enviaba profetas a su pueblo para que comunicaran sus palabras: “A ellos te envío para que les comuniques mis palabras. Y ellos, te escuchen o no…, sabrán que hay un profeta en medio de ellos” (Ez 2,5). Pero, en el caso de Jesús, él es más que un profeta, es el Hijo de Dios que se ha encarnado y se ha hecho hombre para ofrecer al ser humano el don de la salvación, lo único que pide es la fe para abrirse a esta nueva experiencia de vida.
El hombre que desea conocer verdaderamente a Jesús debe abrirse a la fe y debe reconocer un primer límite: “ignorar o rechazar las realdades sobrenaturales”, porque, cuando el hombre afirma que solo existe lo que se ve y se toca, se cierra a la posibilidad del conocimiento y experiencia de las realidades espirituales. La disposición, apertura y conciencia de las realidades divinas nos proyecta a una experiencia totalizante en Dios. En este sentido, los signos que realiza Jesús son un testimonio de la autoridad que tiene (autoridad Divina) y del origen de donde viene su sabiduría y el poder de hacer milagros (del mismo Dios). Por tanto, la actitud que impide creer, además del egoísmo, es la dureza del corazón. Resistirse a creer en Jesús, a pesar de ver los prodigios y milagros que Él hacía, nos dejará cada vez más lejanos de aquello que puede ser verdaderamente significativo para nuestra vida.
Urgen verdaderos profetas para nuestro tiempo, que estén totalmente unidos a la fuente del conocimiento y de la vida que es Cristo, y que estén totalmente dispuestos a dar testimonio a sus hermanos. ¿Qué será del mundo si no se anuncia la verdad, si no se demuestra con la propia vida la sabiduría que viene de lo alto? No nos resistamos ante la certeza de la presencia de Dios entre nosotros, para que la fe nos acompañe a ver los prodigios que el mismo Dios ha preparado para cada uno de nosotros.