Las cocinas mediterránea, latinoamericana y del sudeste asiático pueden variar, pero la práctica de compartir la comida con amigos o la familia y reunirse en torno a la mesa está tan arraigada en estas culturas que es casi sagrada. Se come juntos, los platos se pasan con intención y nadie se levanta hasta que todos han terminado.
Pero en otras partes del mundo, las cenas comunitarias se han convertido en una rareza. La idea de tomarse una hora entera para comer es recibida con escepticismo, e incluso rituales básicos como compartir una comida en condiciones son tachados de indulgentes. ¿Cómo es posible que algo tan esencial para nuestro bienestar se haya despreciado con tanta facilidad?
Compartir la comida es un indicador de bienestar
Según el Informe Mundial sobre la Felicidad 2025, compartir la comida es uno de los factores que mejor predicen el bienestar, comparable a factores como los ingresos y el empleo.
Sin embargo, la tendencia está en declive: en la actualidad, 1 de cada 4 estadounidenses come solo, lo que supone un aumento del 53% desde 2003. Estados Unidos ocupa el puesto 69 y el Reino Unido el 81 de 142 países en cuanto a comidas compartidas. Por el contrario, países como Senegal, Gambia, Malasia y Paraguay encabezan la clasificación mundial, con residentes que comparten 11 o más comidas con otras personas cada semana.
El informe concluye que los habitantes de países con altos índices de comidas compartidas también declaran un mayor apoyo social y menores niveles de soledad, lo que sugiere que el declive de las comidas en común en las sociedades más industrializadas es algo más que un cambio de estilo de vida: es un problema de salud pública.
Los factores que influyeron en la historia de las comidas compartidas
En EE.UU., la idea de la comida familiar como anclaje cultural empezó a tomar forma en el siglo XIX, cuando los hogares de clase media adoptaron las comidas estructuradas como parte del ideal doméstico. Este ritual se arraigó más profundamente en la psique nacional a principios y mediados del siglo XX, cuando los anunciantes y los programas de televisión popularizaron la imagen de la familia nuclear reunida en torno a la mesa.
A medida que las sociedades se hicieron más complejas en el siglo XX, las comidas compartidas solidificaron los lazos familiares. “Los humanos hemos cocinado habitualmente con otros porque así se ahorra más energía y recursos”, explica Megan Elias, directora de programas de estudios alimentarios de la Universidad de Boston.
“Como hemos vivido y trabajado en grupo, también comemos en grupo”. Este largo linaje de comer con otros es anterior a las sociedades modernas, pero en Estados Unidos fue especialmente prominente durante el siglo XIX y principios del XX.
Pero a medida que la urbanización y la digitalización empezaron a fragmentar la vida cotidiana, las reuniones que antaño unían a la sociedad fueron desapareciendo. Los horarios de las fábricas introdujeron el trabajo por turnos y las rutinas basadas en el reloj, lo que dificultó la coordinación de las comidas compartidas.
A mediados del siglo XX, la expansión de los suburbios y la difusión de las cenas televisadas fomentaron aún más las comidas solitarias o apresuradas. Con el tiempo, la mesa familiar dio paso a la comodidad, con comidas cada vez más moldeadas por la velocidad, las pantallas y los horarios individuales en lugar de los rituales o la unión.
En décadas más recientes, la revolución digital (unida a la pandemia del COVID-19) ha acelerado esta fragmentación, relegando cada vez más las comidas a una necesidad fugaz entre videollamadas, trabajo de oficina y redes sociales.