¿Qué pasaría si dejáramos de producir una temporada?


En varios estados de la República mexicana, los agricultores han vuelto a salir a las carreteras. Pero no lo hacen para bloquear por placer ni para afectar a nadie. Lo hacen como una última llamada de auxilio, una expresión extrema de cansancio.

No es que hayan empezado a protestar ayer. Lo que vemos hoy en las carreteras es el eco de décadas de abandono. Décadas de promesas incumplidas, de gobiernos que los mencionan en discursos, pero los olvidan en los presupuestos.

Ellos, los que producen lo que comemos todos los días, son también los más olvidados. Trabajan la tierra sin saber si lograrán cosechar. Siembran sin tecnología, sin apoyos, sin garantías. Siembran porque eso es lo que han hecho toda la vida. Porque lo traen en la sangre. Porque su cultura, su historia y su identidad están ligadas a la tierra, aunque esa misma tierra ya no les dé para vivir.

El campesino mexicano es, muchas veces, un productor a ciegas. Arriesga todo en una cosecha sin saber si podrá pagar lo que invirtió. En muchos casos, pide dinero prestado a instituciones privadas que cobran intereses que rayan en la usura.

Cuando logran cosechar, si no les afectó la plaga, la sequía o el clima, deben enfrentarse a los compradores: los intermediarios, los llamados “coyotes”, que les pagan precios miserables por su producto y son los que realmente ganan. La ganancia nunca es para el que sembró. La cosecha siempre es para otros.

A todo esto, hay que sumarle la competencia desleal con productos importados que entran más baratos, incluso para el mismo gobierno.

Productos que muchas veces han sido subsidiados por sus países de origen, pero que aquí se venden más baratos que los nacionales. Así, mientras el campesino mexicano sobrevive, el mercado le da la espalda.

La historia del campo en México es también la historia de un abandono institucional. Desde la creación de los ejidos y la dotación de tierras, los campesinos fueron vistos como parte del aparato político, no como actores económicos con derechos plenos.

Se les controló, se les reguló, se les organizó políticamente, pero nunca se les preparó, ni se les tecnificó, ni se les dio acceso real a una agricultura digna, sostenible y rentable. Nunca fueron prioridad. Fueron usados.

Hoy, en un mundo globalizado, donde las tecnologías del agro avanzan en otros países a pasos gigantes, el campo mexicano sigue sembrando sin esos avances tecnológicos; sin maquinaria, sin fertilizantes amigables con el medio ambiente, sin capacitación, sin acompañamiento técnico, sin créditos a tasas justas. Y aún así, produce. Aún así, sostiene parte del sistema alimentario de este país.

Pero… ¿Qué pasaría si un día decidieran dejar de sembrar una temporada? ¿Qué pasaría si por fin se cansaran y no pusieran una sola semilla en la tierra? Tal vez entonces entenderíamos su verdadero valor. Tal vez ahí comprenderíamos que el alimento no nace en los supermercados, sino en las manos callosas de quien madruga para trabajar la tierra.

Como país, necesitamos una política alimentaria de fondo. Créditos accesibles. Precios de garantía reales. Regulación contra intermediarios abusivos. Inversión pública y privada. Tecnología limpia. Producción sin contaminantes. Acompañamiento técnico y profesional. Y sobre todo: respeto. Porque sin campo, no hay comida. Y sin comida, no hay país.

También necesitamos una sociedad más consciente, que ayude a visibilizar sus problemas, que sea empática a sus reclamos. Que entienda que en cada tomate, cada tortilla, cada grano de maíz, hay una historia de sacrificio. Hay vidas enteras apostadas en la tierra. Hay un México que resiste mientras otros se acomodan en la comodidad del olvido.

La próxima vez que pensemos en criticar un bloqueo, pensemos también en quién alimenta a nuestras familias. Pensemos qué pasaría si un día el campo mexicano dijera: “ya basta, esta vez no sembramos”.

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