Sala de espera.


— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.

Un solo cielo
Paula, mi abuela, era una excelente nadadora. Surcaba con un solo impulso las olas de Miramar, enfrentándolas con energía atlética para emerger, después, con fuerza, desde el fondo. Con esa misma energía defendía sus creencias, pues también era una fuerte defensora de su fe católica. Digo esto último porque, aun siendo yo un niño de algunos 12 o 13 años, llegamos a engarzarnos en discusiones filosófico-religiosas que ahora considero superadas, pero que en aquella época me hicieron despertar a aquellos temas.
—A ver, abuelita: entonces, ¿a dónde se van los de otra religión?
—Pues, ¡al infierno! ¿a dónde más va a ser? —decía con su sonrisa bonachona, aunque un poco sorprendida por la pregunta.
—Pues, no creo —le decía, con firmeza.
—¡Claro que sí! —me expresaba, enfática, aunque tal vez apenada ya, por su extrema convicción.
—Pues, ¡qué injusto!
—¿Por qué?
—Porque… ¡imagínate los niños! Ellos sólo van a tener aquella religión que sus papás les hubieran enseñado, ¿o no?
—Sí. Pero también ellos se irán al infierno. —agregaba, un poco más con el afán de convencer a su nieto de que estábamos en el camino correcto, que porque verdaderamente tuviese la intención de condenar a quienes no tenían nuestra misma religión.
—Pues, no me parece justo. Es más ¿quién nos dice que la nuestra es la correcta?
—Es la correcta, ¡no lo dudes! —me decía, abriendo sus ojos ante semejante blasfemia de mi parte, pero sin poder disimular un asomo de sonrisa.
—Y ¿qué tal si al llegar al cielo nos encontramos con que hay puros budistas?
—No… —me decía, pensativa y con voz más débil, tal vez por el peso de mis infantiles argumentos— Pero, ya no me entretengas, muchacho. Mejor vete a la tienda de doña Nati y tráete una Coca Cola y un birote para tu abuelo que ya no tarda en regresar.
—Está bien. Pero, creo que el cielo debería ser para todos.
Sí. Pero para todos los que hacen de su camino, un andar pavimentado de obras buenas, de gratitud, y de esperanzas. Aunque mi abuela siempre fue una gran defensora de su fe, su gran corazón supo esa mañana que también en el cielo habremos de caber todos, un día, sin importar las formas y las puertas que hayamos elegido para estar ahí; siempre y cuando estos hayan sido caminos guiados por el bien; porque, efectivamente, hay un cielo para todos siempre y cuando seamos merecedores de ello; incluido entre todos estos, al nieto aquel de incipiente fe católica que de cuando en cuando solía salir con sus cosas.