— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.
La caverna de Platón
La existencia precede a la esencia, dice una corriente filosófica. Y cuando se es un niño o un joven, cuesta un poco comprenderlo. Eso de que los actos nos van determinando quiénes somos, hasta construir la propia esencia, nos puede sonar tal vez algo lejano. En ese transitar, es indispensable, la valiosa guía del maestro y también el ejemplo de los padres.
I
Septiembre había llegado, en aquel Colima de mediados de los setenta. Aunque era muy joven, al ser aceptada en la Escuela Normal de Maestros, mi madre se convirtió también en la alumna más veterana del plantel. Sus más de veinte años le hacían automáticamente decana, porque los estudiantes de esa escuela solían ser adolescentes cuyas edades apenas fluctuaban entre los quince y dieciséis; en esos tiempos, para ingresar a ese plantel no hacía falta haber sido bachiller.
En esa época, una vez terminada la educación secundaria no había mucho que elegir para estudiar: en términos generales, o se optaba por el bachillerato único o el seminario, o se iba a “la Normal”. Algunos jóvenes se decidían por estudiar inicialmente en la Normal, lo que prácticamente les aseguraba un espacio de trabajo y la opción de elegir, posteriormente y si así lo querían, una segunda carrera. Por ello, muchos colimenses de valía, que después habrían de brillar en profesiones diversas y en espacios de decisión sobre el destino colimense, tuvieron por formación inicial la carrera del magisterio. Eso les dio un valioso perfil profesional que enriqueció su forma de conducirse, de trabajar y de ejercer el liderazgo, de una forma que marcó para bien el destino social de Colima.
La decanía que mi madre tenía por su edad le dio también, en esa época, un privilegio que no vivían aún sus condiscípulos: el de ser, al mismo tiempo, madre y estudiante. Afortunadamente, nosotros, sus hijos, pudimos cursar la educación preescolar en un plantel adyacente, ubicado en un sitio donde muchos años antes, había sido la entrada a una huerta y que hoy conocemos como el Jardín Corregidora. Tan no ocurría nada en el México de entonces que, en aquel Colima apacible, con su gente afable, no sorprendía que un par de chiquillos de escasos cuatro o cinco años, se les permitiera salir y caminar confiadamente desde aquel centro preescolar hasta la escuela Normal. De modo que caminábamos, rodeando la manzana enorme en la cual se asentaban ambos planteles, para finalmente ingresar, como Pedro por su casa, hasta los salones de la escuela, para buscar a la estudiante-mamá. La estructura principal del antiguo plantel no ha cambiado mucho, desde entonces. Así, este par de párvulos solíamos subir a grandes zancadas, por una escalera que se antojaba enorme, hasta llegar a las aulas del segundo piso donde se formaban los próximos profesores. Sin decir “agua va”, ingresábamos en mitad de la clase, cobijados por la paciencia del maestro que ahí estaba.
La existencia precede a la esencia, dice una corriente filosófica. Y cuando se es un niño o un joven, cuesta un poco comprenderlo.
Con pasos decididos, aquella mañana, interrumpimos un instante lo que escribía el maestro distinguido de Filosofía. Su barba cerrada y estatura inalcanzable, le obligaban siempre a inclinarse un poco, para escribir con su tiza en el viejo pizarrón. El evidente contraste entre el gran maestro y este par de hombrecitos preescolares, entrando al salón de clases como si fuera nuestro propio espacio, sacó de la rutina a los futuros profesores. Tras vernos un instante, el gran maestro siguió escribiendo con su bella letra en cursiva, los textos prolíficos que hablaban de Platón y la caverna. Una vez avisada la mamá-estudiante, de que estos señoritos habíamos ya salido, era darnos vuelta de regreso y, sin mediar palabra alguna al grupo, que no ocultaba su sonrisa.
Mi madre culminó sus estudios, cultivando valiosas amistades que aún perduran y que le trataron, siempre, con aprecio y respeto. Su descollante trayectoria le dio el privilegio de pronunciar el discurso de despedida en nombre de sus compañeros de generación, en un Teatro Hidalgo que aquella tarde lució pletórico.
II
Varios años después, siendo ya un bachiller, coincidí otra vez con quien ya era mi maestro. Seguía escribiendo en cursiva, siempre atento a cualquier duda, siempre benévolo; nunca punitivo, incluso haciendo la vista a gorda al paso desenfadado de algún estudiante, que subrepticiamente hubiera salido de su aula sin decir “ahorita vuelvo”. Él seguía haciendo lo suyo: siempre atrayendo a las mentes jóvenes, con la razón de su palabra y con la fuerza de su entusiasmo, al enseñar filosofía. Con la imaginación, pudo llevarnos, a surcar por corrientes distintas del pensamiento filosófico: que si la existencia estuvo antes que la esencia, que si la verdad es relativa o que si la materia es pensamiento.
En aquellas tardes de septiembre, ya siendo bachiller, y mientras el maestro nos compartía la alegoría de la caverna de Platón, no podía evitar el remontarme de nuevo al tiempo feliz de cuando éramos párvulos. Era el mismo maestro y era la misma metáfora, tratando de sacar de la caverna de las sombras, a esos estudiantes que estábamos, en cierto modo, encadenados por la ignorancia, y a quienes iba acercando, cada vez más, hacia la luz de la verdad.
…
La educación no se nota de un momento a otro. Es semilla que se siembra a diario para transformar al ser humano; es sembrar semillas que un día han de hacer crecer las ideas, como árboles frondosos, que pueden cambiar las sociedades. Algo se queda de todo lo que exponen los maestros, a veces en las enseñanzas que transcriben con sus manos; y otras veces, también, en el ejemplo de su conducta y su paciencia, en cómo permiten primero, ser o existir, a quien entra y a quien sale de sus aulas; porque saben que esos párvulos o jóvenes, tarde o temprano, habrán de encontrar el significado verdadero de la vida y la luminosidad de su propia esencia.
