Sala de espera


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— ¿De qué se habla en una sala de espera?

— De todo. Sólo es cuestión de escuchar

y aguardar el momento.

Por una sociedad sin adjetivos

Los adjetivos ponderan. Emiten -de las personas- una valoración y, por tanto, clasifican. Tal impulso por hacer evaluaciones, a veces definitorias, termina por hacer distinciones que pueden llevar también, a tratar de un modo diferente al otro. A discriminarle. Estas acciones, a veces sutiles, han sido el inicio de los más tristes episodios que la humanidad ha padecido.

Los señalamientos velados, aquellos que comienzan por la reafirmación de que el “otro” es distinto a “nosotros”, o que “nosotros no somos como aquellos” se constituyen en estrategia para separar del resto a quien es señalado, para debilitar después la posición que ocupa en nuestra sociedad. La historia ha dado ejemplos de ello. Aquellos que han sido señalados por “distintos”, por ser “otros”, más adelante han sido señalados de una u otra forma; se les ha impuesto alguna marca que facilite distinguirles; algunas veces en la forma de listones atados a los brazos, y en otras, -más terribles-, marcándole de forma permanente con tatuajes verdaderos.

La grandeza de los pueblos se construye en unidad. Por lo tanto, la construcción de elementos compartidos de cultura, entre quienes pertenecen a ella, debiera tener como objetivo el allanar a todo aquello que separe, el evitar hacer del “otro” el ejemplo de lo que “no somos”, el evitar sembrar en el lenguaje cotidiano, los adjetivos que distancian y que se enfundan como un saco que etiqueta a una persona. La narrativa social basada en adjetivos construye distancias e impide la búsqueda conjunta de soluciones. El caso es que muchas veces, solucionar problemas comunes, tarde o temprano requiere de la participación de todos.

En la medida en la que construyamos sociedades basadas en el respeto al otro, mediante la búsqueda de puntos en común, será factible el sueño de inclusión para todos; sólo así resultaría posible construir sociedades exitosas, con dinámicas sociales que no excluyan la visión del otro, y que no mutilen el derecho que tiene cada integrante de una sociedad, a participar activamente en la construcción de los destinos comunes. No basta exigir de arriba abajo lealtades que no son correspondidas desde arriba. Los liderazgos deben ser conscientes de ello.

Habría sólo una premisa. La búsqueda de tales objetivos debería fundamentarse siempre en que estos se encuentren en el marco de valores comunes; pero, más que comunes, de valores universales que no todas las culturas comparten en la actualidad. El respeto a la vida, los valores intrínsecos que enaltecen al ser humano, una democracia que pondere las capacidades de quienes han de dirigir nuestros destinos, sin desvincularse de las necesidades puntuales que tiene cada sociedad en determinado momento histórico.

Si las sociedades abandonan la tendencia a imponer adjetivos al distinto, habrán de acabarse las divisiones, poco a poco. Para lograr este ideal se debe abandonar definitivamente la tendencia, a veces automática, de emitir juicios y adjetivos que demeritan el potencial de cada ser humano y empezar a discutir, únicamente, las ideas. Ponderarlas en su justa dimensión y mirar qué tanto abonan al logro de objetivos sociales comunes que estén amparados por valores universales que incluso trasciendan las fronteras, las naciones y la transitoriedad histórica de quienes las dirigen. No juicios, no adjetivos. Y así podremos construir, entre todos, el mundo mejor que aspiramos heredar un día a nuestros hijos.