Sala de espera.


En el Manzanillo de entonces se tejían los atardeceres entre sí, enmarcados por húmedas siluetas de barcazas que yacían varadas a orillas del mar.

— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.

Teresa Solano de Escobar

En el Manzanillo de entonces se tejían los atardeceres entre sí, enmarcados por húmedas siluetas de barcazas que yacían varadas a orillas del mar. El sonido de las olas, llegando hasta la playa, se mezclaba con estruendo en los sentidos mientras la vista se perdía en la armonía de colores, brindando atardeceres de belleza impresionante que después caían reflejados en la blanca espuma de las olas. El antiguo tañer de las campanas de la iglesia aturdieron los oídos, como lo hacían siempre par de ocasiones por día, mientras bandadas de gaviotas enmarcaban la tristeza percibida.
En el panteón sin nombre, el silencio denso se acabó, al escucharse el llanto reprimido, ante la partida de Teresa. Se escucharon, como en sonido sordo, las voces de los hombres que alzaban su ataúd de hechura humilde, mientras decían entre ellos, en susurro y sin mirarse: «Ayúdame tú, de este lado». Mi bisabuela terminaba ahí su último día, a una edad en la que —apenas— media vida aún le faltaba.
Tiempo antes, en alguna reunión de comité, que nada tenía que ver con nosotros —mucho menos con ella—, se había discutido hasta el cansancio sobre el nombre que debía imponerse al nuevo panteón municipal. El antiguo cementerio “Santa Rosa” disponía ya de poco espacio para recibir más habitantes del lugar.
En aquel Manzanillo de mediados de los cuarenta, faltaba todavía mucho por hacer en cuestiones de salud y en algunas partes del hermoso puerto aún llegaban —de cuando en cuando— los incómodos olores que, desde la laguna, pedían a gritos iniciar con acciones de dragado. Nada más en días previos al mes julio de ese año, habían fallecido en el puerto muchos más niños que ancianos; la mayoría de ellos, eran recién nacidos o en sus primeros tres meses de vida. Habían fallecido de causas que hoy serían impensables: afecciones por tétanos, sífilis congénita, bronconeumonía, partos complicados, alteraciones del desarrollo quizás por deficiencias vitamínicas, por picaduras de alacrán o gastroenteritis. Algunos adultos, en cambio, habían fallecido a consecuencia de la hipertensión, hemorragias cerebrales, septicemia o también gastroenteritis. De modo que, por todo esto, el espacio del antiguo cementerio se acababa.
Se pensó que el nombre que se habría de imponer al nuevo panteón municipal de Manzanillo debería ser idealmente un homenaje a la propia historia de quienes vivían ahí, en ese puerto; por tanto, debía ser un nombre que concitara pertenencia. Aunque inicialmente se pensó en el nombre de personas distinguidas, estas muy pronto fueron descartadas pues ninguna contaría con el beneplácito de todos.
Se pensó también en próceres de épocas distintas: como el del benemérito, que un día vino hasta acá a Manzanillo —con su presidencia itinerante—, para después partir del puerto a Sudamérica; o también el nombre del Tata, quien nacionalizó a los ferrocarriles mexicanos, como el caso de este tren que llegaba a diario al corazón del lugar. Pero no: ¿Cómo accedería doña beata a que Juárez fuese el nombre del panteón, si con sus leyes había debilitado —según su creencia— al poder del clero? ¿O cómo, el otro habitante común, estaría conforme, si no agradecía en nada el despertar cada mañana —como a eso de las cuatro— ante el chirriar de las ruedas aceradas y el silbido de un tren despertando a moradores, aun cuando la carga sólo habría de salir hasta bien entrada la mañana?
El caso es que finalmente alguien dijo, como en broma, que justo sería que el panteón llevase el nombre del primer difunto que llegara. Y ahora sí: a ver quién se anotaba. De hecho, si se piensa un poco, no pudo haber una propuesta más democrática y alejada de intereses personales —incluidos los credos, raza, género, grupos o condición— que el hacerlo precisamente así.
Inicialmente se tomó un poco a la ligera la propuesta, pero después un funcionario expresó que no le parecía mala idea. Tal vez, en su fuero interno imaginó que, en una de esas, el nombre de su abuela —quien ya tenía mucho tiempo enferma en casa— quedaría plasmado en la puerta principal que daba acceso a ese panteón. Sería un homenaje justo para ella, que tanto había mostrado su desacuerdo con las leyes de reforma o que —en su momento— había apoyado también a los cristeros, curando sus heridas y brindándoles refugio y pan. Así, la reunión del comité se terminó con ese acuerdo, y todos contentos.
Finalmente, la realidad terminó siendo otra. Aquel veinte de julio de 1944 nadie contaba con que Teresa Solano, con 39 años de edad, sería la primera persona en ocupar un espacio asignado en el lugar. Le lloraron su familia y los muchos conocidos —personas sencillas, trabajadoras— quienes le tuvieron gran aprecio en vida y que gozaron del privilegio de su amistad.
Según se asentó en actas, Teresa —hija de Isaac Solano y Abrahana Serrano— había nacido en Colima el 26 de agosto de 1904 y radicaba en Manzanillo, desde hacía muchos años, dedicada con empeño a las “labores domésticas”. Según el certificado médico, expedido por el Dr. Miguel Dorantes, Teresa falleció a consecuencia de nefroesclerosis; esto, a pesar de la asistencia médica que recibió en casa, la cual estaba ubicada en la calle Felipe Carrillo Puerto. Un año antes, Teresa había perdido también a su hija Rosa —de apenas un año de edad— por un cuadro de gastroenteritis, igual como le había ocurrido —mucho antes— a María Carmen, hermana del patriarca Pablo Escobar quien sería su esposo.
En 1920, Teresa Solano Serrano se había casado con Pablo Escobar Ocegueda quien —por muchos años— fue labrador, hasta convertirse después en un próspero comerciante. Según consta en documentos —y aunque pudiera tratarse de una lista no exhaustiva—, la familia de Pablo y Teresa procrearon a Modesta, Gonzalo, Carmen, Nasario, Mercedes, Paula, Bertoldo, María Teresa y Rosa. Casi todos ellos se dedicaron al comercio: unos, a la venta de ropa; otro, en un expendio de jugos y licuados. Todos fueron ejemplo de trabajo y de carácter afable, propicios para el comercio y —sobre todo—, con un gran arraigo en la ciudad y puerto de Manzanillo donde han vivido y vivieron desde que habitaban en aquella casa familiar ubicada en la calle Felipe Carrillo Puerto. Más tarde, cuando formaron sus familias respectivas, vivieron también en calles cercanas a la zona centro.
Así, el nombre de Teresa Solano quedó plasmado en el arco de la entrada de ese cementerio, que de manera extraoficial había sido llamado —de forma transitoria—, como cementerio “Santa Rosa”, que era el nombre del cementerio anterior al cual sustituiría. Aunque algunos años más tarde se pretendió asignarle otro nombre, fue la generosidad de la gente de Manzanillo la que confirmó la permanencia del nombre de Teresa Solano de Escobar, tal vez porque en este se representaban los valores de las personas comunes, sin cargos, sin encomiendas públicas, pero que son y han sido igualmente valiosas: personas que con su trabajo honesto, el carácter afable y una vida de sacrificios, han construido el perfil de la gente que hace la historia cotidiana de este hermoso puerto.
Un dato curioso es que —al rotular su nombre en el arco de la entrada al cementerio— velaron en cierta forma su apellido paterno, porque dejaron solamente la letra inicial. Por ello, en el letrero del panteón municipal de Manzanillo ha quedado la leyenda rotulada como “Teresa S. de Escobar”, en vez de “Teresa Solano de Escobar”, que sería —si se me permite la observación— lo correcto, y además considerando y respetando el contexto de aquella época en la cual se hacía referencia, también, al apellido del esposo. Es posible que tal acortamiento de apellido ocurrió simplemente por falta de espacio o por cuestiones costumbristas de la época inicial.
El caso es que Teresa Solano de Escobar fue la primera persona en ocupar un espacio en aquel nuevo cementerio, al cual le heredó también su nombre; y que este nombre permaneció así, gracias a la generosidad y al reconocimiento de su gente.
Hoy las cosas ya no son como lo eran. Aunque el mar sigue dejando, como lo ha hecho siempre, su ofrenda de espuma blanca sobre la parda arena de Manzanillo, aquel aroma que agraviaba ayer a quien circundaba la laguna, se acabó. La hermosa ciudad y puerto huele hoy a la marisma sana en cada amanecer y, la gente, ya no muere fácilmente de enteritis, pues ese fantasma de la deshidratación se ha terminado.
Teresa Solano de Escobar tuvo el doble privilegio de perpetuar su nombre, inicialmente por cuestión circunstancial —si se quiere—, pero después —también— por la generosidad de la gente, que se apropió de su nombre y que lo defendió, por tratarse no sólo del nombre de una mujer sencilla y trabajadora, sino además porque su historia de vida común, representó —con la mayor fidelidad— a la forma de ser y a las vidas de la gente trabajadora y noble que caracterizan a esta bella ciudad y puerto de Manzanillo. Tal privilegio de lograr la trascendencia de su nombre ocurrió, como ha sucedido a tantas personas que se han hecho un lugar en la historia, hasta que llegó el final de su existencia.
Referencias:
México, Colima, Registro Civil, 1860-1997, FamilySearch https://www.familysearch.org/ark:/61903/1:1QLB1-XNKT.
Martínez VM. El panteón de Manzanillo, Teresa Solano de Escobar. Archivo Histórico del Municipio de Manzanillo. https://www.facebook.com/share/1FaKrmJVSy/?mibextid=wwXlfr