Sala de espera.


Muchas cosas son previsibles en la vida; y si actuamos para estar siempre preparados ante estas, tendremos el control suficiente para ser felices.

— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.

La lluvia

Muchas cosas son previsibles en la vida; y si actuamos para estar siempre preparados ante estas, tendremos el control suficiente para ser felices.
Las temporadas de lluvia son una de estas cosas que siempre han de volver; y no me refiero a la capacidad de predecir que hoy, al punto de las cuatro de la tarde, estará lloviendo en la ciudad. Eso lo hacen muy bien los expertos meteorólogos; pueden ver, con la ayuda de imágenes provenientes de un satélite la formación de una tormenta tropical; pueden seguir el camino que esta lleva, e incluso inferir la posible hora de arribo a un determinando sitio. Pero no es esta capacidad de predicción a la que ahora me refiero. Porque, esa puede hacerse muy bien desde un observatorio.
Más bien me refiero a la capacidad que tenemos los mortales de saber que, en algún momento del año, habrá de llover en nuestra casa. No importa cuán calurosos hayan sido los días que estuvimos viviendo previamente. En algún momento del año veremos de nuevo la lluvia caer desde nuestras ventanas. Y si esta verdad ya la tenemos por conocida, toca el momento de estar preparados: verificar los techos de la casa, estar seguros de que las hojas de los árboles no impiden el escape de agua, que las ramas no hayan crecido al grado tal que hayan roto alguna tubería, o que la carpeta de impermeabilizante que el año pasado nos pusieron, garantizada por diez años y con precio para veinte, no haya sufrido alguna ruptura por el crecimiento de las ramas trepadoras o por algún daño directo.
Así que, ante cosas previsibles como esta, me dispuse para estar muy bien preparado. Me he dado manos a la obra, sabiendo que el tiempo apremiaba. Por eso, al abrigo de la tarde que se iba, accedí hasta el techo de mi casa. Plataforma poco recordada, pero de la cual se acuerda uno si alguna gotera llega a caer sobre el piso de la casa. Pensé, de momento, que podría ser tomado a locura verme ahí, impermeabilizando, cuando aún ni las nubes han llegado. Mas, no estaba solo. Un ejército de hormigas caminaba, también, en forma apresurada; formaban densa hilera que surgía de entre las ramas de los árboles; y cargaban a cuestas de su cuerpo acinturado, pequeños frutos, hojas de parota y semillas de la antigua huerta. No me juzgaron. Sabían también, como yo, que llovería en algún momento; y que era mejor mantenerse preparados.
Luego de una capacitación por internet, con duración de cinco o diez minutos, sentí en mi ignorancia que tendría el conocimiento suficiente para hacerlo. Limpiar muy bien la azotea, que no quedase polvo alguno y abrir después —confieso que de forma no ortodoxa—, la cubierta plástica amarilla de la pesada cubeta en donde aguardaba el polímero protector contra aguas torrenciales y humedades. Entendí por qué cobran tanto, los que a eso se dedican. Mi estructura férrea, construida tenazmente a base de horas de oficina, apenas aplicaba de forma consistente aquella capa de resina y emulsiones.
Así, fue cambiando el techo de color terracota, hasta hacerse de un blanco que mañana —Dios mediante— habrá de reflejar el calor como un espejo; y hará más llevadero el clima de cada habitación.
Una brisa apenas perceptible comenzó a caer de pronto. “Que no llueva”, me dije con la esperanza de que Tláloc escuchara mi plegaria. “Sólo unas horas, en lo que seca el acrílico impermeable”. El aroma del acrílico, impregnado en capa gruesa sobre el techo de la casa, llegó hasta mis sentidos mientras una gruesa gota decoraba mis pantunflas de dormir ¡Cómo duele el cuerpo, producto del esfuerzo, del trabajo! Pero he acabado; pude hacerlo al abrigo de la luna, pues no es cosa que el sol me guste mucho como aliado. Al final de la jornada, con el cuerpo sudoroso y los músculos cansados, fue que pude recostarme. Casi al terminar la noche, una leve llovizna golpeó el cristal de mi ventana. La lluvia había llegado. Con todo. Sonreí porque estaba preparado.
Seguramente que el ejército de hormigas ya se había refugiado entre las cavitaciones oscuras de la tierra húmeda del patio. Su noción primaria, ancestral, les había indicado que pronto correría el agua, inundando buena parte de su hogar, hasta dejarles enclaustradas, siempre a expensas del alimento escaso o abundante que, durante meses previos, hubieran almacenado. Así este como habrían de sobrevivir, esperando el nuevo día en que el sol volviese a brillar en el cenit de su universo; y entonces volverá de nuevo el ciclo. A volver al trabajo, a almacenar comida, para los tiempos de la lluvia que ha de venir; a prepararse de nuevo para cuando la tormenta llegue.
Como todo en la vida. Prever y trabajar es la mejor forma de estar preparados para cada etapa.
La tormenta cae con fuerza desmedida. Se escucha el ruido del agua, en torrencial tropel, bajando por los tubos plásticos que le guían hasta el cauce de la calle. Cierro mis ojos, con la tranquilidad de quien hizo la tarea. Porque ninguna recompensa llega sin trabajo previo. No hay cosecha en el lugar donde no se ha sembrado previamente, ni hay casa sin goteras, donde no se protegió con el esfuerzo.
El techo de mi sala en donde existe una vieja mancha de humedad, sigue tan seco como ayer, cuando nos ahogaba el calor intenso de la tarde. Sigue igual, sin asomo de gotera alguna. Sirvió el esfuerzo. Sirvió estar preparados. Como en la vida.