Sala de espera


A veces, este acto inicial de la lectura comenzaba en “Map Deportes”, la tienda principal de libros y revistas.

 

— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.

De historietas color sepia

Carlos Enrique Tene

Me dice el Sr. Carlos, quien es taxista con cuarenta y ocho años de carrera en su trabajo, que conoció personalmente a Yolanda Vargas Dulché. Agrega con seriedad que, en aquella época, él era el chofer de una combi en la cual se transportaba material diverso para alguna de sus propiedades, un hotel que estaba ubicado en la zona rosa del antiguo Distrito Federal.
Mi tocayo me ha dicho también que ella tenía una residencia muy bonita. Su empresa editorial creó —a lo largo de los años— un cúmulo de producciones en forma de historietas que aún, hoy en día, son recordadas. Destacan entre estas las de “Memín Pinguín” y diversas novelas que fueron publicadas bajo el título genérico de una serie, a la cual llamaron “Lágrimas, Risas y Amor”.
En las reuniones de familia, la empresaria solía sentarse junto a su esposo e hijos en el sitio principal de la mesa, sin olvidar asignar también un sitio en esta para sus trabajadores, incluyendo a mi apreciado conductor. Es decir: a pesar de la bonanza financiera que la empresaria había logrado, nunca perdió piso, ni olvidó su humilde origen.
En lo personal, recuerdo el placer infantil —no confesado, hasta hoy— de comprar algunas de esas historietas, o cuando menos “hojearlas” en los “puestos de revistas” que había, para su venta, en nuestro Colima de entonces. Ahí podía uno adquirir, por ejemplo, a un sinnúmero de historietas que posteriormente se harían famosas, al ser producidas como telenovelas. Tal fue el caso de “María Isabel”, “Yesenia”, “Gabriel y Gabriela” o “El Pecado de Oyuki”.
Como yo era un niño, no sabía mucho de lo que estas historias contenían en cuanto a argumentación, pero me llamaban poderosamente la atención por su diseño gráfico. Así, las magníficas ilustraciones del artista Antonio Gutiérrez, fueron capaces de mostrar, de forma nítida, el brillo de los ojos y las expresiones humanas en el rostro de cada personaje. Esto le daba así, gran realismo a cada historia. Historietas como estas fueron una forma adicional con la que aprendimos a leer, muchos de quienes entonces éramos pequeños.
A veces, este acto inicial de la lectura comenzaba en “Map Deportes”, la tienda principal de libros y revistas. Esta se ubicaba en la parte media de nuestro hermoso Portal Medellín —aquel con sus arcos ojivales de estilo neogótico y balcones— en donde se alberga, todavía hoy, un hermoso hotel que por muchos años conocimos como “Hotel Ceballos”.
La entrada que tenía “Map deportes” consistía en un par de estrechas portezuelas de cristal y aluminio, mismas que hoy hubieran sido motivo a señalar ante la potencial dificultad que ofrecerían al salir, si hubiera una emergencia o un “temblor”, término tan propio que aplicamos aquí a los conocidos sismos. Adentro se encontraban sus pasillos largos, conformados por mesas y estantes que exhibían una enorme cantidad de libros y revistas. También había centenares de “cuentos”, que era el término usado antiguamente para nombrar a lo que hoy, en el mundo, se conoce como “cómic”.
La tienda tenía gran cantidad de ejemplares, tan diversos, como la revista “Casa”, que abordaba temas relativos a arquitectura y ornamentación del hogar; la revista “Quién”, con temas relativos a la vida personal de artistas del momento; o los fascículos quincenales de enciclopedias como “Flora” o “Fauna” de la Salvat; o “Sé todo”, que era una enciclopedia visual editada por Bruguera. Muchos de estos ejemplares eran revistas españolas que, por tanto, eran muy caras. Más para el presupuesto de este niño, cuyo elevado precio sólo podía imaginar sin preguntarlo, porque dichas revistas venían aún etiquetadas, expresándose en pesetas su valor.
Estaban también las revistas “Impacto”, “Siempre”, “Duda”, “Kena”, “Guitarra Fácil”, “Teleguía” y, por supuesto, “Selecciones del Reader’s Digest”. De esta última —revista memorable—, vino también una buena parte de las cosas que leímos: desde los resúmenes de algún libro de autor que estuviese de moda, hasta sus inolvidables secciones como “Instantáneas personales”, “Noticias del mundo de la medicina” o “La risa, remedio infalible”. También había historietas o cuentos que iban dirigidos más al público adulto y cuyos ejemplares eran celosamente protegidos en bolsas de nylon para evitar la curiosidad de cualquier mirón.
De cuando en cuando, el personal de la tienda recordaba a los visitantes no leer las revistas. Entonces, los potenciales clientes teníamos que circular, dando uno o dos pasitos más hacia nuestra derecha para después regresar de nuevo al sitio en donde estaba nuestra revista de verdadero interés. Al menos eso me contó el primo de un amigo. Y así lo hacíamos hasta que, por inercia, el contingente entero de clientes —que finalmente no cerraban trato— terminaba su ciclo, llegando al final del circuito y quedando nuevamente frente a la puerta estrecha de cristal, para salir —después— tal vez a tomarse alguna tuba fresca en el pasillo del portal.
El caso es que, de toda la oferta de lectura que ahí había, los “cuentos” o historietas tenían una buena cantidad de seguidores, cuyo imaginario daba por sentado que, para leer cualquier cosa, era requisito indispensable que el texto estuviese siempre acompañado por alguna imagen. Entre más fotos o dibujos, mejor. Todavía eso sigue ocurriendo: los artículos que más son leídos suelen ser aquellos que muestran una imagen. Es que al ser humano nos siguen atrapando las fotografías, las gráficas, los dibujitos. Como si esta fuese una forma de ayudarnos a construir, en la mente, la fantasía que está encerrada ahí, entre las letras.
Tal vez por todo ello, lograr el éxito en aquel mundo de mediados de los setentas, mediante la impresión de “cuentos” o historietas, fue algo irremediable para el matrimonio que formaron Yolanda Vargas Dulché y Guillermo de la Parra Loya. Ambos supieron leer una necesidad que tenía la sociedad de entonces. En esa época, una de las pocas formas de entretenimiento en casa era ver la televisión. Pero esta, aunque era gratuita, sólo daba en Colima dos canales: el canal 2 de Televisa y el canal 5 del ingeniero González Camarena. Después vendrían también otros, como el canal 13, cuyo contenido era más de tipo cultural.
De tal modo que lo que veíamos en la televisión, o “en la tele” como decíamos, era lo que se nos ofreciera en la programación. No había forma de elegir lo que se deseaba ver. No había modo de encontrar una programación totalmente a nuestro gusto como lo hacemos hoy. Por eso, quienes buscábamos algo más que sólo jugar o ver la tele, tarde o temprano elegimos disfrutar de los libros y revistas; por ello fuimos también atraídos a leer aquellos “cuentos” o historietas. Y con ese acto de leerlas, se abrió —a quien vivía su infancia— un mundo de fantasías que sin duda ayudó a fortalecer la imaginación.
Aquellas eran historietas con dibujos fascinantes, con personajes que tenían la capacidad del diálogo, porque solían acompañarse de burbujas o recuadros que terminaban en “piquito” para señalar ahí, lo que decían. Y todavía más, podíamos ver la imagen de otro tipo de burbujas, estas con su borde “aborregado” si se me permite el término, las cuales representaban los pensamientos de tales personajes. Yolanda Vargas Dulché alcanzó su éxito porque supo combinar su capacidad creativa con la capacidad de imprimirla y hacerla llegar al público mediante sus servicios editoriales. Así, de su inteligencia y creatividad, surgieron las historias que quedaron plasmadas en aquellos hermosos dibujos en sepia. Es decir: en un mundo en donde no había muchas opciones para el entretenimiento, tuvo la empresa para imprimir las historias que su mente concibió.
Mi taxista, el Sr. Carlos, me ha dejado sano y salvo en avenida San Fernando, justo a la puerta del Hospital Gea González a donde he venido con un legajo de esperanzas. Agradezco el privilegio de haber llegado con bien. Porque el mundo ha cambiado y llegar con bien, siempre es de agradecerse.