Sala de espera.


 

— ¿De qué se habla en una sala de espera?
— De todo. Sólo es cuestión de escuchar
y aguardar el momento.

Deportar al distinto

Hay una estela que podría quedar en la cultura americana tras deportar a inmigrantes ilegales, con base en estrategias de redadas y la búsqueda específica de personas con un determinado perfil poblacional. Tal estela será la discriminación. Una vez que se ha dado, a las policías, la facultad de solicitar —a cualquier persona y a discreción— si se tienen o no los documentos de permanencia, surge una pregunta: ¿de qué forma podrían, esas autoridades, identificar por las calles a quienes pudieran ser los inmigrantes ilegales? Se antoja por respuesta que sería mediante la búsqueda de características específicas que tuvieran las personas.
Lo anterior, tarde o temprano, lleva a discriminar al que es distinto; lleva al trato diferenciado y basado en la presencia de cualidades “fenotípicas” o externas de cualquiera de nosotros. Tal forma de interactuar con las personas podría volverse con el tiempo, en algo inconsciente, en un acto interno, en automático. Y así es como han iniciado infinidad de historias tristes de la humanidad: señalando —primero— al distinto; marcándole, después; y culpándole —posteriormente— de cualquier problema que se ocurra. Tras esto, se corre el riesgo de generalizar, a partir del actuar de algunos cuantos, para considerarlo en la forma de ser de todos los demás.
Estrategias como estas pueden hacer que, poco a poco, resulte posible justificar una acción generalizada contra un grupo poblacional determinado. Después de ello se crea el ambiente idóneo para ir acotando sus derechos, para confinarles a un espacio en donde sus libertades sean cada vez más frágiles hasta que, tal circunstancia, normalice la anulación real de sus derechos civiles; y tras esto, no sea mal vista después la supresión de sus derechos humanos. El estado final de esta estrategia, basada en la sospecha, ha propiciado contextos sociales que favorecen —o por lo menos no se oponen— a la búsqueda de “soluciones finales”, basadas en acciones extremas que han llegado a ser tan terribles, como el exterminio de quien es distinto.
Las acciones que atestiguamos hoy contra la inmigración ilegal, es signo inequívoco de que vivimos épocas difíciles: donde la necesidad apremiante de unos los ha llevado a cruzar fronteras de países y de normas; donde la sociedad de algunos países ha propiciado que se mimetice, de a poco, el estatus de ilegalidad de migrante con la condición de un criminal o terrorista; donde la imagen del inmigrante se ha llevado al punto de ser criminalizada; todo lo cual propicia la tolerancia social a acciones de una autoridad que encadena la dignidad humana. Pero, cosa muy distinta es el padre de familia que sale de su casa a buscar mejores opciones de trabajo en otra nación, que el ladrón o criminal que toma pertenencias o la vida de otro. Con estrategias inflexibles, ambos —el criminal y el padre de familia— terminan tratados como iguales. Así, la dignidad e ilegalidad son retornadas, finalmente, a su país de origen, después de hacerles montar en un avión de carga, cuya vocación era eminentemente militar. La dignidad se queda pisoteada. Y aquel padre que, buscando un futuro, formó un día a su familia en el país del norte, ha de dejar atrás —a la misma familia—, esta vez, fragmentada, porque algunos de sus miembros se quedan a la espera, en el país de ensueño, porque estos sí lograron alcanzar —después de tantos años— la circunstancia de tener ciudadanía.
Pretendiendo comprender el otro lado de la moneda, están las experiencias vividas en Europa: aquellos, con una aceptación inicial del fenómeno migratorio, tiempo después han tomado el derrotero del desencanto; con crecientes casos de inmigrantes que se apropian de lo ajeno, justificándose en la necesidad propia; o casos de violencia por parte de inmigrantes que se ocultan en el cinismo que da, el saberse incógnito en la tierra ajena. Por todo lo anterior, puede entenderse —mas no justificarse— la aplicación de políticas extraterritoriales al considerarles la aparente solución a problemas compartidos. Pero, precisamente por ser compartidos debieran ser soluciones que involucren a las partes implicadas.
La desigualdad entre los países vecinos es un factor importante en el fenómeno migratorio. Así, la desigual calidad de vida a uno y otro lado de las fronteras; la desigualdad en el poderío económico que tiene una moneda y otra son factores que en su conjunto convierten a un lado de la frontera en un país atractivo —por su poder de pago y compra—, mientras que, del otro, sólo se tiene para ofrecer, la fuerza del trabajo y sus productos. Por lo anterior, la inmigración ilegal es un reto en el que se debe participar desde ambos lados de las fronteras.
No es con la creación de estampas inhumanas —terribles—, como las que atestiguamos en años previos, con hijos mexicanos detenidos transitoriamente en jaulas y un total desprecio a la dignidad humana, como se llegará a la solución; ni con policías migratorias, buscando por las calles a padres y madres de familia indocumentados para apresarles mientras sus hijos atestiguan, de forma dramática, tal cumplimiento de una ley.
La solución no se avizora en corto plazo. Son indispensables las soluciones éticas, humanitarias e integrales, pues la migración es un fenómeno social compartido por dos naciones. Se debe emprender una construcción permanente de marcos políticos, sociales y éticos compartidos, que vayan dejando atrás los sectarismos, la división artificial entre los grupos, los adjetivos que dividen, la segregación de quien es distinto de algún modo y —en casos extremos— el aniquilamiento del derecho humano.
La solución no llegará únicamente con deportar al que es distinto, sólo por serlo, con métodos de búsqueda basados en sospechas; porque —lo decía— esto puede convertirse, tarde o temprano, en el germen de una discriminación que habrá anidado en el pensamiento.