Una tarde de cinema


Las tardes de abril en el Colima de ayer podían llegar a ser extremadamente aburridas. Como no fuera perder el tiempo jugando cascarita de futbol con la pelota vieja del vecino, que luego se enojaba si perdía, mi mundo se restringía siempre a refugiarme en el universo imaginario de los libros. Eran libros de hoja amarillenta, con su olor a naftalina y a humedad. Sólo muy de vez en cuando, algo daba novedad a aquellas tardes calurosas.

— ¡Sólo hoy! ¡Sólo hoy! Función de cine para niños… —no se usaba entonces hablar de “los niños y las niñas”, pero todos en el barrio nos sentíamos incluidos, y entendíamos así que podríamos acudir todos, también— ¡“Santo contra las momias de Guanajuato”!

El ruido de un Volskwagen destartalado, abriéndose paso por las calles empedradas de la Centenario, se escuchaba mientras daba vuelta a la izquierda para seguir —después—, dando su mensaje manzana por manzana en la legendaria y heroica colonia de San José. Automóvil viejo, superviviente de guerras pasadas, quizás de los primeros vochos que tuvo la ciudad, porque llegó así, después de haber sido jubilado de algunos cuantos dueños. Mas el viejo auto seguía trabajando, llevando a lomos de su combo capacete, un bocinón de este tamaño, marca Radson, atado con cuerdas deshilachadas; bocina vieja también como él y condecorada en mil batallas, con su sonido agudo, estridente, como de cacerola antigua, sin asomo de ecualización alguna ni visos de llegar un día a ser una bocina de Bose.

— ¡Vengan niños! ¡Sólo hoy! ¡Gran función de cine! —se escuchaba el sonido más fuerte aún, entrando por las ventanas de las casas— ¡No se pierdan al “Santo contra las momias de Guanajuato”!

Como todo niño de todas las épocas y de cualquier lugar, anidaba en mi espíritu el impulso de aquella curiosidad que mató un día al gato; y, desde la puerta de mi casa, me asomé a ver a aquel señor. Era rollizo y de pelo cano, manejando su automóvil con su mano izquierda —brazo peludo— mientras, con la otra sostenía un micrófono antiguo, de aquellos micrófonos cuadrados, igualito al que tuvimos en mi escuela y que alguna vez me propinó un buen toque eléctrico, acalambrado, que me hizo estrellarlo contra el piso, mientras mis solidarios compañeros se reían —a carcajada batiente— de este incipiente maestro de ceremonias. No rieron así mis maestros, esa vez, pues alzaron sus cejas, muy conscientes de la desgracia que podría haber pasado. Eran cosas del presupuesto nacional que, en aquella época, no eran precisamente propios de un país en jauja. Pero, afortunadamente, en aquella tarde de perifoneo, nuestro señor Cano no pareció estar electrocutándose, al menos de momento.

— ¡Vengan, vengan todos, y disfruten también de nuestras ricas palomitas de maíz!

La propuesta era atractiva. No sólo era ver, en película, al enmascarado de plata, sino que también vería a las famosas momias de Guanajuato; era una mezcla mexicana de terror y lucha libre que resultó provocativa. Y, para colmo de todo esto, estaría aderezado con palomitas de maíz que seguro harían el disfrute, no sólo del alma, sino también del cuerpo, específicamente, de la panza.

— ¡Disfruten nuestra única función, sólo el día de hoy a las 6 de la tarde, en el patio del templo de San José! ¡No se lo pierdan!

Breve gestión ante la madre, que soltó —luego, luego— unos cuantos tostones; madre consciente —tal vez— de lo importante que sería para este niño el que pudiera divertirse sanamente, en una ciudad de mitad de los setenta, donde no pasaba nada; y menos en tardes calurosas de abril como aquellas. Además, el cine Diana, allá por Nigromante, ya estaría a unos días de empezar a ofrecer su serie de películas con corte religioso, como cada año lo hacía, lo cual no era atractivo igual para este infante. Eran las mismas películas de siempre que se daban, al llegarse la Semana Santa: “Marcelino pan y vino”, con Pablito Calvo y Rafael Rivelles; “Los diez mandamientos”, con Charlton Heston y Yul Brynner; “El mártir del Calvario”, con Manolo Fábregas y Enrique Rambal; o “Barrabás”, con Anthony Quinn y Katy Jurado. Pero, este niño estaba seguro de que ninguna de aquellas estupendas películas habría de ser más atractiva que ver al Santo, el enmascarado de plata, darle una generosa tunda a las momias de Guanajuato.

Cuando la tarde fue acabando, encaminé mis pasos por la Centenario, bajando algunas cuadras, hasta llegar al templo de San José. Monumento gótico, ayer, y estilizado hoy, con su par de cúpulas hermosas que parecían rozar el cielo. Las campanadas se escucharon al llamar a misa. Alrededor del templo estaba el jardín, con sus árboles frondosos. El Charco de la Higuera no existía aún y, en su lugar, sólo estaba el arroyo de la calle que bajaba de la Centenario, haciendo un rodeo respetuoso alrededor del templo y su jardín.

Anexo a dicho templo, estaba también una especie de patio con sus bardas a medio construir, carentes de techo, totalmente. Ahí comenzaron a entrar los espectadores, en su mayoría colonos de San José y alguno que otro despistado de la colonia Centro. Algunos de ellos llevaban sus propias sillas, cosa que a mí no se me había ocurrido.

Adentro de aquel predio, olía a tierra recién mojada. Tal vez el señor Perifoneo había hecho lo posible por evitar que el polvo fuese inconveniente para pequeños espectadores como yo. Al frente estaba colgada una sábana blanca que habría de servir de pantalla para proyectar nuestra película. Esto no resultó raro para nadie. Lo mismo hacía el cine Reforma, allá por la avenida Gral. Manuel Álvarez, que tenía una parte de sus paredes sin terminar, de modo que cuando llovía, entraba el agua, bañando a los espectadores que habían elegido las sillas delanteras. La sábana en donde se proyectaba la película solía moverse con el viento, de un lado para otro, haciendo ondulaciones que deformaban la cara de cualquier galán de cine por más parecido que este fuera. Afortunadamente, las sillas de aquel cine Reforma no solían estar fijas al piso y, por lo mismo, los espectadores podían cambiarse de sitio, llevando su silla de madera hacia otro lado.

Aquí, en mi improvisado cine anexo al templo de San José, no habría más problemas, pues simplemente no había sillas. Las pocas que había, habían sido traídas por el propio espectador. Pero lo que sí había, eran troncos de palmera, tirados en forma conveniente para que ilustres espectadores como yo pudiéramos “poner nuestros aposentos ahí”. Así pensaba yo, con elegancia, aunque la frase no fuera del todo correcta.

La película empezó, sin más. Música típica de época como esa, en donde predominaba el sonido de organillo —plano, monoaural—, que bien podía, a veces, confundirse con el canto de los grillos al caer la noche. Letras de los créditos, en tono anaranjado triste, que a uno de niño nada importaban. Guanajuato de ayer, como escenario, con sus hombres elegantes en corbata y tonos claros, y mujeres bellas con vestidos largos, llenos de espejuelos y color, evocación quizás, de épocas pasadas, en donde se aspiraba únicamente a que todo fuese “amor y paz”.

De pronto, el griterío de quienes estábamos ahí. El Santo apareció en el cuadrilátero, sin más, después de haber visto en acción al Blue Demon acompañado del Mil Máscaras; combatientes de torso desnudo y botas largas. Después, exhibición de técnicas y llaves para azotar debidamente al otro —una y otra vez—, en un viejo cuadrilátero con el logo de un refresco de cola, en color despintado azul y rojo. Así, el tirabuzón, la desnucadora clásica y la tapatía; la cavernaria y la campana; todas estas, técnicas llevadas al más alto nivel de dominio por el Santo y sus amigos. Nosotros, niños, sólo veíamos brincos y patadas.

Eran nuestros héroes, combatiendo hasta salvar la humanidad de intimidantes personajes que, ya sin vida, habían regresado de ultratumba envueltos en vendajes. Pero, en la realidad, estas no eran otras que mis entrañables momias; ayer, convertidas en esa película por personajes de fantasía y de terror; y que ahora respeto por tratarse, únicamente, de nuestros propios antepasados. Pero eso, de niño, uno no lo sabe. Yo no lo sabía.

Sin darnos cuenta, la tarde cayó para darle paso al cielo estrellado de la noche, en aquel cine sin techo con la brisa vespertina, suave, que se llevó delante suyo a alguna nube desvelada. El griterío y el olor a palomitas de maíz, que olían a aceite natural, nos envolvía; ¿qué sabíamos nosotros del olivo y de evitar las grasas saturadas? ¿y de etiquetas negras y de información nutrimental? Lo nuestro, era buscar tan sólo a la lucecita amarilla brillando atrás de nosotros, para ubicar por el olor, las palomitas de maíz en un contenedor de cristal, que luego nos vendían en pequeñas bolsas de papel. No había combos; ni mucho menos, dos por uno; eran tan sólo las bolsitas de apenas unos gramos de palomitas de maíz, las mismas que nos vendía, a tostón, nuestro hacendoso vendedor de cine…sí: el mismo señor Perifoneo, quien lo mismo nos vendía las palomitas, que se encontraba al pendiente del carrete del cinematógrafo para que no fuera a comerse, y a quemar, la cinta de ocho milímetros de celuloide.

Así, el griterío de los niños continuó, con el Santo y el Blue Demon brincando de aquí a allá, hasta que la película acabó. No hubo tiempo de sentir la rugosidad dura e incómoda de nuestros tropicales asientos de tronco de palmera. Además, el cielo estrellado había sido una pantalla adicional que le dio un toque excelso a una película de terror y fantasía como esta.

Tras terminarse la función, subimos —en parvada de chiquillos— por la Centenario del Colima de entonces, dando brincos y patadas, cual luchadores de nivel profesional. La noche se había apoderado del cielo y eso no nos importaba. No había pendiente alguno porque, como dije, en esa mi ciudad de entonces, en aquel Colima que les digo, y en aquella época que fue, no pasaba nada. Así, llegué muy pronto al cobijo de mi casa y, al recostarme, me quedé ahí, soñando con ser algún día un luchador de mil batallas para salvar, con la fuerza de mis manos, a toda la humanidad.